top of page

El sauce.

 

 

 

 

Me gusta pasar las tardes aquí, ver la caída de sol que se esconde detrás de la fosa común. Caminar entre los sauces llorones que inclinan sus ramas queriendo tocar las tumbas. Vengo a contarles a mis amigos cómo sigo viviendo sin ellos y lo mucho que los extraño, paso a saludar a mi madre y le doy las buenas noches.

 

Mi encanto por el cementerio empezó el día que enterré a mi madre. No he faltado desde que ella murió y sé que desde el cielo está orgullosa de mí por eso, como cuando en vida contaba a la gente que yo llevaba más de veinte años trabajando en el banco y no había faltado ningún día. La verdad es que si nunca falté al trabajo, no es porque haya sido muy responsable, sino porque no hubo un día que no me despertara mi madre puntual a las siete de la mañana con los olores a tortillas de harina recién hechecitas y café de olla que se colaban por mi recámara. Ese fue mi despertador de olor hasta que ella murió.

 

Mi vida fue rutinaria, mas no por eso aburrida. Lo de la rutina lo aprendí desde niño con mi madre, tenía un menú semanal que nunca cambió con excepción de la semana santa, donde no comíamos carne. Los lunes había tortitas de papa, los martes cortadillo de cerdo en salsa verde, los miércoles albóndigas, los jueves asado rojo, los viernes caldo de pollo, los sábados enchiladas de queso y los domingos el mejor puchero de res que haya probado en la vida. Este mismo orden lo tenía con la ropa que me ponía en mi silla tejida de palma al lado del buró de mi recamara para ir a trabajar. Los lunes iba de pantalón azul y camisa a cuadros, los martes pantalón café y camisa a rayas y así toda la semana, me daba el mismo cambio para cada día.

 

Ya va a empezar a llover, yo sé cuándo los sauces están inquietos y se empieza a pelear el viento con las ramas vencidas de tristeza, entonces es cuando llega la lluvia a dar consuelo y calma. Me refugio en la tumba del doctor Tremont. Allí vive ahora Rufino el camposantero.   El doctor Tremont fue un Francés que se vino a la Rosilla después de la primera guerra mundial, no se hizo famoso aquí por curar enfermos, sino por traer la fotografía al pueblo. Platicaba que cuando llegó de Europa en barco, se trajo sólo un cambio de ropa y su gran cámara de fuelle francesa Gallus. Le gustó la Rosilla para quedarse, decía que aquí tenía el paisaje de Nantes de donde él era, pero sin guerra ni hambre.  Venía gente de Saltillo y hasta de Monterrey a que los fotografiara. No era barata entonces la fotografía, era un lujo muy grande. Recuerdo cuando murió mi abuelo Papá Juan nos dimos cuenta que nunca le habíamos tomado una foto en vida, entonces, mi madre fue con el doctor Tremont para pedirle que le sacara una foto a mi abuelo. Lo sentamos en su mecedora de palma y lo amarramos con cordones a la mecedora, para que quedara derechito, luego le pusimos su poncho y no se notó que estaba muerto ni amarrado. Más bien se veía como si estuviera dormido.

         El Doctor soñaba con tener su tumba estilo Nantes, decía,  y se mandó hacer un mausoleo. Las únicas flores que recibía se las traía mi madre. Rufino ni lo conoció y un día agarró su mausoleo como casa. Al principio, yo me enojé mucho con Rufino y le decía que el Doctor Tremont compró su tumba a perpetuidad, pero nunca me entendió. Ahora lo veo diferente. Aquí tomamos café y jugamos a las cartas. Cuando tomamos aguardiente, siempre pierde Rufino y le echa la culpa al doctor Tremont dice, me está castigando por usar su perpetuidad.

 

La rutina es algo que siempre me ha seguido en la vida. Yo creo que si no la tuviera me perdería. En eso soy como el doctor Tremont, muy francés, aunque yo si tuve amigos y muchos. Ya todos viven aquí, pero se fueron en paz, sabían que su fiel amigo Humberto los acompañaría siempre, hasta que también algún día me reciban con ellos. Fue un trato. Ya siento que falta poco para que esté con ellos porque la diabetes me ha agarrado y no me quiere dejar. Este año me amputaron la segunda pierna, pero no por eso dejo de venir. Ahora me traigo a mi sobrino Paco. Vive conmigo y lo voy a heredar. Aunque él no lo hace por dinero, tenemos un trato también y él se quedará en mi lugar para que siga la tradición.

          Paco me empuja la silla de ruedas y yo cargo flores en el brazo. Las margaritas son para mamá, los claveles para Lucía mi novia. A José Luis le traigo su botella de tequila, escondida bajo el brazo. Me la tomo con él, mientras Paco se va a barrer las tumbas y a echarles agua. El tequila nos unía, cada viernes teníamos nuestra mesa en la cantina del mudo. Podíamos platicar horas con él y nos entendíamos sin que pudiera decir una palabra. Solo emitía sonidos extraños, que nosotros interpretábamos muy bien, como un lenguaje propio.

         Para pedirle un tequila cuervo, señalábamos un cuervo disecado que tenía arriba de la barra de espejos, la cuba de Presidente, era pasar la mano izquierda desde el hombro derecho hasta las costillas del lado izquierdo simbolizando la banda presidencial. Siempre subíamos  la rocola a todo volumen, lo hacíamos a propósito para ver llegar a Chemita el rentero que vivía al lado. Entraba en calzoncillos y con las manos en las orejas diciéndole al mudo que estaba muy fuerte la música.  El mudo tocaba la barra y sentía la vibración de la música, entonces le bajaba a la rocola y nos regañaba con unos aaa aaa aaa.

 

Ya empezó a llover con fuerza, los sauces parece que se quiebran de dolor, se encorvan moviendo sus brazos de lado a lado acariciando las tumbas. Todas las nubes del cielo de la Rosilla están concentradas aquí, en el único lugar donde los árboles no fueron sacrificados como en el pueblo entero, para dar paso a la modernidad. Aquí están los mismos árboles que conocieron a mi abuelo Papá Juan, al doctor Tremont, a mi madre y a mí. Las copas de los árboles son las más altas de la Rosilla, pareciera que son columnas de mármol deteniendo el cielo. Rufino enciende su colección de cirios que recoge de las tumbas. Los usa como calentador. Los ojos de las ánimas se derriten en lágrimas de cera roja y se estrellan contra el piso, acompañándose una a otra, acumulando el dolor y el olvido y el enojo por lo que no vivieron.

         La habitación se ilumina y se calienta y se llena de sombras y de ánimas. Ese día Rufino estaba triste, por eso la tormenta y las velas y la lluvia que no paraba. Yo decidí quedarme con él y despaché a Paco a la casa. Saqué mi botella de tequila y nos la fuimos tomando despacio, sin prisa, dejando que el silencio nos acompañara y las únicas voces fueran las de la lluvia. Ya de noche, cuando se acabó la última gota de tequila, Rufino sacó una bolsa de hule de un florero viejo que le quitó también a alguna tumba. Estaba llena de dientes de oro y joyas con lo que iba a comprar aguardiente cuando se nos acababa.

 

Al regresar con el aguardiente se sentó en su catre y miraba hacia la pared, tenía sus ojos fijos en un cuadro de hoja de oro y terciopelo rojo, su cuadro de bodas con Agustina. El cuadro estaba en medio de la pared, rodeado de coronas de flores de plástico, llenas de tierra y de sol.

         Esa noche Rufino quería hablar de él por primera vez, pues desde que lo conozco lo único de lo que platicábamos era del último muerto al que le echó la tierra. De cómo lloraban los parientes del difunto que estaba enterrando. Describía de una forma minuciosa cada una de las caras que había visto esa tarde. De la niña pecosa con las margaritas en la mano que soltó al difunto mientras bajaba a su tumba. Del padre del difunto que luchaba para no aventarse con su hijo, de cómo maldecía a la vida por torcer lo natural. De la madre hinchada de llorar con los ojos casi vaciados como dos verrugas colgantes. De los gritos de la novia desconsolada que se le salía el corazón entre sollozo y sollozo. No, esa noche Rufino veía su historia con Agustina, la imploraba desde ese cuadro de terciopelo rojo y hoja de oro.

 

Ya amaneció.  Rufino sigue dormido, tomó mucho tequila anoche. Agustina nos ha traído unas gorditas de harina con huevo y frijoles. Yo me levanté a hacer café para todos. Los niños de Rufino juegan con las coronas de plástico llenas de tierra y de sol.

         Me puse a barrer la tumba de mamá y de papá Juan para que cuando llegue en la tarde Paco nos encuentre limpios.

 

 

Volver a Verónica Ramos

 

 

 

bottom of page