El olvido de Felipe
Me han prohibido manejar, Simón, ahora resulta que soy un peligro al volante. ¿Será porque he chocado catorce veces en los últimos días? ¿Quiénes son para decidir esto? ¿Maestros de la moral? ¿En qué punto nos volvemos inservibles? Mejor, quítenme la vida…
Quiero defenderme, Simón, no soy un anciano decrépito. Si he huido dejando puertas, defensas, salpicaderas chuecas y rotas es por la emoción de sentir la velocidad de nuevo. Tengo noventa años y conducir me acerca a un posible acto de libertad. Mi vida se estrecha a este confinamiento que me han regalado mis hijos. Se los agradezco, pero este cuarto insípido me hace morir de tristeza. Es un dolor envejecer, ¿sabes, Simón? Es bueno tenerte aquí, gracias por visitarme. ¿Recuerdas cuando trabajabas conmigo? Eras muy joven, casi como te ves ahora, los años han sido benévolos con tus pocas arrugas, sigues siendo vigoroso, dinámico, un chamaco inquieto.
Nos divertíamos mucho, me leías buena literatura, me acostumbré a tus pausas para la poesía y la voz socarrona que fingías cuando me platicabas de algún cuento. ¡Cómo te reías al ver un partido de futbol conmigo! Me entusiasmaba ponerle unos gritos al televisor e insultar a los futbolistas, increparles su falta de devoción y oficio. Injuriarles su sed mercenaria de sueldos elevados y carnes débiles, que al menor rozón, caían fulminados como si la multitud del estadio estallara en guerra y cientos de balas les acribillaran el cuerpo. ¿Qué saben ellos de combatir? Si son más delicados y mimados que una vedette. Sus dotes serían bien valoradas en el cabaret o la telenovela, como el gusto carnívoro que poseen por las mentadas de madre. Nada comparado con el futbol americano, ese si es un deporte de hombres, de inteligencias. La máxima velocidad y destreza en un campo de juego. Ahí nos volvíamos sabios, corríamos una trayectoria de escuadra esperando el balón y nos desbocábamos en el cover dos hasta sentir los latidos húmedos de la sangre en las sienes y en la garganta.
¿Hace cuánto tiempo de eso, Simón? Me colma la memoria, invado deseos y mis articulaciones resecas se mueven, palpitan de calor, de hormigueo, de necesidad ¡Mira como corre mi cuerpo, Simón! Ja ja ja…
¡Aagghh! ¡Me sofoco! El movimiento y los recuerdos me fatigan, discúlpame Simón. Los brincos ya no se hicieron para mis rodillas. Ahora moverse implica padecer. Condúceme a la cama, por favor.
Extraño a Guillermina, esa pobre mujer que elegí siendo casi una niña. Nuestra distancia en años, una brecha de casi treinta, la condenaron a la infelicidad. Tu lo advertiste primero, Simón, descubriste sus fugas a la cava de la cocina y la ansiedad de su boca bebiendo de los vinos para olvidarse. La abandoné a si misma muy temprano, ocupado en viajes y en fundaciones de escuelas. Tantos alumnos pasaron por mis enseñanzas, tantas vidas labradas que ahora no recuerdo ninguna. Todos se van, Simón, nos volvemos un recuerdo que alcanza cualquier olvido. Y Guillermina no me reconoce, soy un extraño, soy su abandono, alguien que no recuerda que vivió décadas a su lado. Extraño sus iras y sus peleas.
¿Dónde estás, Simón? Acércame aquella manta, el frío comienza a levantarse. Mañana escaparé y tomaré el auto de nuevo, sentiré sus leves vibraciones en mis manos, sujetando el volante. El acelerador empujándose hacia abajo, revolucionando el motor, alcanzando los lamentos heridos del aire. Podré ver otra vez los picos nevados que escalé en mi juventud y la dicha reventará mi pecho, no importa si embisto a otros autos, respiraré la limpieza de las alturas y volveré a huir para hacerlo por el tiempo que me queda…
“Vamos, Simón, regresa otra vez, regálame otro día y otro, visítame todo lo que puedas aunque solo consigas existir en mi escasa imaginación”…