El jardín mágico.
El niño caminó en el laberinto de colores sintiéndose arrullado por el piso. Sabía que pronto iba a llegar al lugar mágico. No tuvo que esperar mucho, en poco tiempo encontró el calidoscopio, en donde al final, se veía la entrada a un enorme campo alumbrado por un sol que reía a carcajadas y, un cielo tan azul, que se podían distinguir enormes borregos pastando entre las nubes.
El campo estaba contento y era pródigo en alimentos; había árboles de pizza, hot dogs silvestres y criaderos de hamburguesas que se alimentaban en los corrales de las granjas. De entre la hierba, crecían helados de chocolate, dulces, tamales, y cualquier tipo de alimento imaginable. De las colinas bajaban riachuelos de agua de mango, de horchata y de jamaica.
El niño creía que el campo estaba habitado por ciegos, porque nadie lo veía. Quiso platicar con los cábulas, quienes eran los habitantes del campo, pero no lo escucharon. Entonces, el niño pensó que estaban sordos.
Desprendió una rebanada de pizza del árbol más cercano; con sus manos tomó agua de mango de un riachuelo. Al dar el primer sorbo, sintió que el suelo temblaba. Volteó para ver qué sucedía, y vio a uno de los cábulas caminando como globo inflado con agua. Tras de él, el suelo se partía. Le dijo que tuviera cuidado, que la tierra se agrietaba más a cada paso. Pero el cábula, ni lo vio, ni lo escuchó.
Los cábulas podían volar y jugar brincando encima de las nubes junto a los borregos, y no tenían que caminar. Pero les cayó una maldición del globero-hechicero del país vecino, quien, viendo tanta felicidad, no lo pudo soportar y lanzó La Maldición. Debido a la ésta, los habitantes del campo dejaron de volar.
El cielo se cubrió de relámpagos que cayeron en los criaderos de hamburguesas. Los hot dogs silvestres trataron de protegerse debajo de los árboles, pero la lluvia, con granizos del tamaño de una naranja, tiró los árboles de pizza. Los campos sembrados de helados y de dulces se inundaron. El niño corría por todas partes queriendo proteger los criaderos de hamburguesas, pero nadie lo veía. Les gritaba que se protegieran de la tormenta, pero nadie lo escuchaba.
No pudo hacer algo para proteger a los árboles de la tormenta. La lluvia duró mucho tiempo. Recogió algunas hamburguesas heridas y se alimentó con ellas. Comió día y noche bajo la lluvia, hasta que se dio cuenta que sus pantalones ya no le cerraban. Casi no podía moverse. Su cara se había hinchado tanto, que por un momento pensó que se estaba convirtiendo en globo.
Entonces se dio cuenta que todos los cábulas estaban inflados. Sonrió al pensar que se volvería globo porque así podría volar, pero estaba tan pesado que no pudo caminar. Tomó un hot dog herido para seguir comiendo; observó durante largo rato a los habitantes del bosque recolectando helados que todavía no se secaban y arrancaban pizzas de los árboles caídos. En ese momento, vio lo que nunca había visto en sus visitas anteriores. A cada paso de los habitantes, el suelo crujía porque habían engordado mucho. A pesar de que la tormenta cesaba, los relámpagos seguían cayendo.
Vio que los cábulas papás y los cábulas hijos se desinflaban y caían a la tierra. Cuando una grieta se acercaba a donde estaba parado con el hot dog agonizante en la mano, vio al responsable de la catástrofe. Era el globero del país vecino. Iba vestido con un sombrero puntiagudo y con una varita mágica le ordenaba a los rayos que acabaran con todo lo que encontraran a su paso. A pesar de que aún llovía, lo pudo distinguir porque iba vestido con un traje morado y zapatos amarillos.
Cuando la grieta que se abría en el suelo casi llega a sus pies, el globero extendió su varita mágica y dejó de llover. Al amainar la tormenta, en los campos se veían árboles desnudos que tenían mucha pena porque sus frutos se habían caído y estaban en el suelo. El niño los quiso tapar, pero estaba tan gordo que no pudo moverse; pensó que en cualquier momento empezaría a flotar y eso lo hizo sentirse bien, pero sintió miedo cuando se dio cuenta que todos los cábulas se habían desinflado y estaban tirados en el suelo.
El globero se dedicó a recoger a los cábulas que se habían convertido en pequeños hules. Con una máquina mágica los infló y, convertidos en globos, se los llevó para venderlos en el país vecino.
El niño se quedó en el campo con la mirada perdida. A pesar de que el malvado globero pasó varias veces junto a él, y el niño le gritaba que quería que también lo convirtiera en globo, el globero no lo vio ni oyó sus gritos. Ya no quería estar en el campo; quería irse volando como globo igual que todos los cábulas, quienes iban flotando en un gran atado de globos de colores. Pero el responsable de la catástrofe se perdió a lo lejos con los cábulas como rehenes dejándolo solo en el campo.
Los árboles de pizza, los criaderos de hamburguesas, los conos de helado y los tamales desaparecieron. El sol ya no reía a carcajadas; estaba triste. El campo también estaba triste; las hamburguesas supervivientes agonizaban, al igual los hot dogs silvestres.
El niño se salió del laberinto de colores; aspiró la bolsa de cemento y, con el estómago vacío, se desapareció de los jardines. Se metió en la coladera de la entrada del parque con la esperanza que el nuevo calidoscopio lo llevara a un mar con peces de pan dulce