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El gallo galán.

 

 

El gallo era todo un galán. En las mañanas, se recargaba en la barda de piedra pasándose las alas por el copete, veía con coquetería a la yegua; la marrana y a la chiva; provocaba suspiros en todas las hembras que viven en el Rancho.

         Le encantaba aletear frente a los demás gallos, que se levantaban a las cinco de la mañana para despertar a los animales.

         Quiquiriquí: el canto retumbaba en el techo de teja; otro quiquiriquí en el molino; en el establo y en el pozo. En toda la granja se escuchaba el quiquiriquí de los gallos, menos el del gallo galán. El trabajo iniciaba a las seis de la mañana. Para esa hora, el rancho hervía de actividad. El ranchero les daba de comer a los puercos; su esposa ordeñaba la vaca; uno de los hijos desgranaba el maíz, otro acercaba la leña, uno más metía una cubeta para sacar agua del pozo. La marrana correteaba con su trompa a sus cochis para empezar a comer, los toros jalaban el arado para sembrar el maíz, las gallinas picoteaban el suelo, y la vaca miraba al gallo con ojos románticos; sus grandes pestañas reflejaban la figura viril del gallo recargado en la barda de piedra.

         En el rancho todos lo sabían; la vaca estaba enamorada del gallo; pero no sólo la vaca; también la chiva, la güila; la pata, y las gallinas ponedoras suspiraban por él. Pensaba el burro, (que era bien celoso), que la burra también se había enamorada del gallo; y no le faltaba razón, más de una vez, cuando el burro iba al monte por leña, la burra le reclamó a la vaca: “Oye vaca, ¿qué tanto le mirás al gallo?. ¿Acaso pensás, que con tus ojos soñadores, y tu copete colocho te lo vas a quedar? Yo soy más hembra que tú”, y casi a rastras, jaló la burra a la vaca a la barda, donde el gallo permanecía con la pechuga inflamada; la cabeza bien erguida y su cresta roja como tomate. “Gallo, dile a ésta de quien vos estas enamorado”. El gallo no dijo nada; levantó la ceja y le guiñó un ojo a la vaca. La vaca suspiró meneando sus abundantes pestañas, pero en un descuido, el gallo le mando un picorete a la burra cuando la vaca se alejaba meneando coquetamente la cola.

         Estas escenas de celos se repetían diariamente, un día era la burra, otro la yegua, luego la pata, la güila, las gallinas ponedoras, las marranas, y hasta un día le reclamó el gallo colorado, el jefe de los despertadores por inquietar a las hembras. “¿Idiay? Ya deja de estar de galán, y ponte a jalar”; pero el gallo, perdón, no había dicho que al gallo le decían el güero del rancho. Era un gallo colorado; con chapas, de cresta del tamaño de un elote maduro, y la pechuga más grande que un mango petacón; pero nunca cantaba. Eso era lo que fascinaba a las hembras. Detrás de su aspecto silencioso se veía un aire de magia; de encanto. “¿Qué pensará el gallo de mí?”. Decían todas las hembras cuando lo veían limpiando su pico con una varita de paja.

         La vaca también era callada, con el paso del tiempo se enamoraron. Fue un amor de cuento; se miraban, y mientras el gallo levantaba la ceja y le tiraba picoretes, la vaca ventaneaba los ojos; sonreía, y rumiaba el zacate moviendo coquetamente la boca. Así pasó mucho tiempo, hasta que los gallos se enojaron; también el toro, el caballo, el burro, el puerco, el güilo, el pato, y también se puso bravo el tejón que se robaba los huevos de las gallinas ponedoras.

          “Es un haragán”, dijo el toro, “démosle un castigo”, dijo el burro, “pamba”, dijo el cochi. “Sí démosle pamba”, gritaron todos. Y se encaminaron hacia la barda donde el gallo se paseaba orondo. Los ojos de la vaca se crisparon de espanto, los de la burra, casi se salen, la cocha se acurrucó entre sus críos, la pata graznó de terror. Los animales iban a darle pamba al Gallo Galán, pero vieron un carrazo, de los que sólo se miran en Tuxtla. Del auto bajaron dos emperifolladas damas; dos caballeros con guayabera, y siete chiquillos mecos de pantalón corto, pelo rojo y cara chapeada. “¡Yo quiero montar al caballo¡ ¡Yo al burro¡ ¡A mí regálenme un cochi! ¡Yo quiero un patito! ¡Yo un pollo!” Ante la avalancha de gritos, los animales regresaron corriendo. Los gallos aleteaban levantando nubes de polvo. Al cochi se le cerró la garganta de miedo, el burro rebuznó aterrorizado, el caballo relinchó con los ojos trabados de espanto.

         La vaca respiró con alivio, pero lo que vio después casi le provoca un infarto. La esposa del ranchero cogió al Gallo Galán del pescuezo y, sin importarle su galanura, se lo torció, para hacer un caldo con arroz y zanahorias a sus invitados. “Ay canijo gallo hasta que serviste para algo. Un gallo mudo nomás sirve para hacer caldo”.

         Los ojos de la vaca se pusieron tristes, pero en el gallinero todas las gallinas empollan el huevo del tamaño de una sandía que puso la vaca. “Te lo empresto, te lo empresto”. Todas quieren cubrir el huevo con sus alas. Están seguras que el hijo del gallo güero y la vaca será bien galán y, si no, cuando menos servirá para hacer un abundante caldo de pollo con arroz, zanahoria y garbanzo.

 

 

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