El escritor.
La gente suele hacerse la interesante cuando toman el último asiento en la barra del Bar Coruña. Lo he visto suceder noche tras noche; innumerable cantidad de tristes barbajanes de sexo indistinto, atraviesan las puertas dobles de entrada, se quedan ahí parados un momento y contemplan a la cantidad de audiencia tendrán. Dependiendo del número de ojos posados sobre ellos, es la fuerza y velocidad con la que atraviesan la oscura taberna hasta llegar al décimo asiento junto a la barra. Toman asiento, y con su voz más ensayada y estoica, en un volumen lo suficientemente alto para que sus espectadores lo escuchen claramente, piden un coñac Martell; la bebida es ignorada – porque al menos al ochenta por ciento de los que la piden, no les gusta- y sacan una navaja o cuchillo de cocina para juguetear con él entre sus manos.
¿Por qué ese lugar en específico llama a tanto pretencioso serranazo? Tristemente, y no puedo recalcar cuánto lo siento, es culpa mía que ese banquillo esté maldito. Me llamo Elías Buñuel, y soy escritor. Bueno, lo intenté ser, porque nunca nadie me leyó y me parece de mal gusto llamarme escritor cuando nunca se conocieron mis letras. Sin embargo, soy uno de los personajes más famosos del pueblo. Y mi única obra publicada pasa largas noches de soledad ahí, sobre la barra del bar.
Yo solía tomar asiento en ese banco, el número diez si cuentas de la entrada al fondo del lugar, cada tarde a partir de la puesta del sol y hasta la una en punto. Siempre ordenaba una copa de coñac Martell, no por ser yo un gran conocedor, la verdad es que nunca he sido sino un pobre diablo. El gusto por el coñac fue porque mi abuela solía tomarlo para curarse sus reumas en las noches de invierno, y al ser la única botella a la mano, mis primeros tragos hurtados fueron de su coñaquito; desde entonces coñac Martell fue lo único que aprendí a tomar.
Cada noche me sentaba a intentar escribir, a buscar inspiración en los extraños que pasaban a narrarnos sus vidas a mí y al muchachito que atendía el bar, mientras yo clavaba una y otra vez un cuchillito pequeño pero afilado sobre la vieja madera de la barra. Ese cuchillo había sido regalo de mi misma abuela, cabe señalar que la vieja me crió cuando mis padres me abandonaron a mi suerte cuando aún era un bebé. Ella me lo dio pensando que me podía ser útil en caso de que tuviera que defenderme en alguna riña de cantina. Nunca cumplió esa función. El cantinerito no me decía nada, yo era un cliente consentidísimo y me dejaba “picotear su barra”, como él decía a manera de albur de mal gusto.
Llegué a escuchar miles de historias de desamores, una que otra de desempleo y del dinero que no alcanza, otras tantas de muerte, violencia y enfermedad. Ninguna de ellas me inspiraba nada. Fue ahí que me convencí que la gente y sus vidas en realidad son copia unas de otras, con diferentes formas de ser narradas, pero al fin y al cabo, la misma aburrida historia dicha con otras palabras.
La noche del diecinueve de septiembre del 87, la recuerdo bien porque iba ser mi última noche en el Bar Coruña. Me había decepcionado la falta de gente interesante que atravesaba sus puertas. Estaba a punto de guardarme el cuchillito en el bolsillo y pararme cuando alguien se sentó junto a mí y ordenó el mismo trago que yo, por primera vez, un coñac Martell. Era la voz de una mujer, no, de una niña. Cuando mucho rondaba los veinte años de edad. “¿No eres muy joven para estar sola en un bar?” dije a media voz, haciéndome el misterioso, queriendo comenzar una conversación con la fachada de hombre de mundo en mi torpe cara.
Lo siguiente que sentí fue una manita que tomaba, temblorosa pero veloz, el cuchillo de mi mano; y a continuación, un agudo dolor en el costado. Giré por primera vez la cabeza hacia ella y con eso llegó otra punzada al estómago que me dobló a la mitad y arrancó un gemido de mis labios. Y otra. Y otra. Y otra más a mi pecho que me abrió los ojos. Su cabello parecía el mismísimo espejo del sol más furioso que he sentido. Y vi lo que llaman lágrimas en un rostro joven, cruel y desorbitado. Vi, lo ví. Sonreí dichoso. Y un segundo después, morí.
Irónicamente, fue la última vez que sonreí, un momento antes de mi muerte. ¿Por qué? Porque ahora estoy atado al mugroso y viejo Bar Coruña, condenado a ver a esos pelmazos, esa escoria que llega noche con noche, se sientan en mi banquillo, se toman mi trago y gozan con mi infeliz fama cuando yo nunca lo hice.
Hace diez años de todo esto y fue hasta hoy la vi otra vez. Entró al bar con paso decidido, era ella y su mismo cabello furioso, su rostro con más edad y lleno de la serenidad que no tuvo al matarme. Se sentó en mi banquillo y pidió una cerveza. A pesar que el idiota cantinero le ofreció un Martell, ella se negó y volvió a pedir su cerveza. Me pareció obsceno. Regresar al lugar donde había cometido su crimen y romper con la tradición que todos los demás idiotas habían formado en mi honor sin siquiera saber nada de mí. Cierto, odiaba el ritual, pero odié más que ella lo rompiera con tanta sinvergüenza.
Mientras esperaba, la mujercita pasó sus dedos sobre la barra; estoy seguro que la primera vez por casualidad, la segunda por duda y las posteriores por curiosidad. Una de las cadenas de mi alma se rompió y dejé de sentir rencor.
Cuando le pusieron la cerveza enfrente, ella preguntó por lo escrito sobre la barra. “No señorita, son puros hoyitos que hacía el Elías Buñuel” “¿Y él quién es?” preguntó la joven sin dejar de pasar sus dedos por los hoyitos. “Era” contestó el cantinero con la sonrisita bruta que ponía cada vez que iba a contar su versión de mi historia “Un cliente al que asesinaron aquí mismo hace diez años, que siempre pasaba las noches aquí, tomando coñac y platicando con quien se sentara junto a él. Hasta que una noche llegó una joven y lo apuñaló con su propia navaja. Cuentan que era su amante---““No era su amante” lo interrumpió ella. Tampoco era una navaja, pensé, era un cuchillo con mango de obsidiana negra. Ella no era nada de mí, nunca la reconocí más allá de su delito, y sin embargo, después de la muerte, en ese preciso momento, la amé profundamente.
El cantinero se mantuvo callado un rato hasta que ella volvió a hablar “¿Sabe si alguna vez publicó algo?” “¿Publicó?” “Sí, él era escritor, ¿no?” insistió mi asesina, mientras me nombraba escritor. La vi por última vez y ella sonreía sin dejar de tocar lo único que no podía y por fin pude dejar atrás, gracias a ella, en aquel Bar Coruña. “Lo dudo mucho señorita, Elías Buñuel era ciego.”