El día de la candelaria.
Voy a relatar una historia común, sin héroes ni maravillas, el pan nuestro de cada día. Era un dos de febrero del año dos mil y tantos, una calle transitaba lenta y tensa, se podría decir apacible. Los árboles aplaudían el brillo del sol entre sus hojas. El pavimento estaba en su punto, esperaba que los neumáticos de algún extraviado auto pasaran sobre él, mas ninguno de éstos hizo su aparición; las aceras, con su amarillo, buscando el roce de la basura que no corría y hasta los cables de postes viejos y roídos querían chistar como con el viento del día anterior. Nada pasaba, todo estaba en expectativa, pues un frenesí de mensajes de celular, llamadas, chismes y mensajes en Internet había secuestrado el ánimo de incluso las aves que abandonaron su refugio ya de ventanas, ya de árboles.
El primero de ese febrero, Rigoberto Hernández, El Rigo, caminaba con su novia, iban hacia la casa de ella, La Ana. Discutían a dónde se irían de fiesta el siguiente fin de semana, pues en la prepa los fatigaban mucho con todas esas matemáticas y humanidades que de nada les servirían y, desde luego, querían sacar todo ese estrés con algo de baile, cerveza y sexo frenético después de una noche loca. La Ana quería ir a una exposición de arte plástica, de ésas que nadie entiende, pero que se ven rebién en la pared de las casas –según dijo– para después asistir a un concierto que daban en la Plaza de Armas por la noche. Lo que El Rigo quería era ir a una fiesta que darían sus amigos, donde seguro habría mucha mota y pisto, y donde iban a tocar sus amigos Los Bolillos, quienes estaban todavía con él en la escuela. Los Bolillos eran conformados por Uriel, hombre pequeño y de aspecto algo gracioso: de rostro desproporcionado, piernas cortas y delgadas, el tórax de un toro y el afro más enredado que se haya visto, con decir que ni el agua traspasaba ese “peinado”; él tocaba el acordeón. La guitarra pertenecía al Güero, personaje por demás notable, que creía ser el más apuesto de todos, pero su rostro era como de un niño entrando en la pubertad, lleno de espinillas y con esa pelusa que todo adolescente cree que es la barba más viril de toda la ciudad; este personaje era trapero, enfadoso y engreído pero tocaba de huevos la guitarra –decía el Rigo–. Un tipo alto, delgado y que nunca descubría su cara del grasoso cabello que estaba sobre ella tocaba el bajo, le decían Moi. De la batería se encargaba Chuy, sujeto gracioso y parlanchín y aunque era regordete, bajo, moreno y con los dientes manchados por el agua mineralizada de la región, era el que más mujeres conseguía, por eso era amigo de Rigo. Por último estaba la manzana de la discordia, el elemento por el cual Ana no quería asistir a la fiesta: la ex novia de Rigo, La Flaca, vocalista de la agrupación de rock.
Llegaron a la casa de Ana, no se pudieron poner de acuerdo a qué lugar irían el fin de semana, pero no importaba porque aún era martes y esas fiestas serían hasta el viernes; aún tenían mucha escuela, maestros, sexo y sobre todo tiempo como para pensar en ello. Así, Rigo dejó a Ana en su casa y se despidieron con un de rato.
El mismo martes primero de febrero se podía ver a doña Amelia García atareada con la producción de doscientos cincuenta tamales “urgentes” para el siguiente día. Ella era una mujer trabajadora, abnegada y leal; el vivo retrato de una mujer mexicana del siglo diecinueve, de aquellas que se retratan en las historias de Manuel Payno, las que sufren y aman, ambas cosas inseparables una de la otra. En los últimos años doña Amelia, famosa por sus tamales, había ganado el apodo de La Gober porque en su ciudad, la cabeza del gobierno estatal tenía un nombre muy similar a ella: Amalia García.
La vida de La Gober no iba más allá de sus tamales y la iglesia, rito al que no faltaba ni un solo día, pues su hijo había muerto de un balazo en una riña callejera y como es costumbre en este retrato de la mujer abnegada, iba a diario a ver por el bien de su hijo allá, en el otro mundo. En la iglesia se reunían un grupo de viejas beatas, todas pertenecientes al paradigma que tan bien representaba La Gober. Unían sus voces y sus rezos para que Dios las escuchara bien fuerte y no dejara a sus familiares vagar en pena por el limbo o el infierno pues, al menos la mayoría de ellas, sabían que sus hijos habían muerto o estaban convalecientes por incurrir en la delincuencia organizada. La Gober siempre le decía al grupo de señoras que no era culpa de los muchachos, que todo estaría bien con los fieles y consecuentes rezos y de una u otra manera siempre conseguía embaucarlas para que contribuyesen a la iglesia, que así los favores que pedían se realizarían, lo cual al sacerdote le parecía bien pues el recinto necesitaba sus reparaciones y su auto también, claro, por el bien de los feligreses.
Resulta pues, que el enorme pedido de tamales había sido hecho por uno de esos ricachones que suelen bajar de las nubes, en la cena de la Rosca de Reyes con sus empleados. Le había salido “el mono”, tradición por la cual el dos de febrero tiene que pagar los tamales. Así, a este junior –director de servicios psicológicos de la policía estatal–, una de sus empleadas le había recomendado los tamales de La Gober y éste, para no parecer abusivo y seguir con su demagogia de igualdad y respeto, fue en persona a hacer el pedido y como era su costumbre, fue a pedirlos un día antes. La Gober trabajó toda la tarde y hasta muy entrada la noche para terminar ese pedido pues le representaba el ingreso de la mitad de su semana. Por fin, con ese dinero podría comprarse una tamalera más grande y quién sabe, tal vez hasta podría añadir un sabor más al repertorio de su producto.
Junior se sentía frágil e inseguro de asistir solo a esos barrios, con esa gente, así que pidió su real derecho de asistencia –guardia –que le proporcionaba la corporación. Isidro Rodríguez, un policía joven, alto, novato, a pesar de que cumplía apenas su primer año en la corporación ya sabía cómo funcionaban las cosas internamente porque era suficientemente inteligente y vivaz. Él entró a la policía para aprender a defender a su familia, a sus amigos, a él mismo, sin embargo, pronto se dio cuenta de que sus ideales tendrían que aplazarse unos años, tan sólo para ganarse el dinero que tenía que guardar para cuando el día de su boda llegara, aunque todavía ni siquiera encontraba a la novia adecuada. A Isidro le gustaba divertirse como a todos, pero desde el día en que tuvo que disparar su primer tiro asesino, la perspectiva de diversión y vida le había cambiado. Y es que él siempre había pensado que al entrar y ser parte activa del combate al crimen, nunca tendría que arrepentirse, pues a quienes tendría que atrapar o disparar serían como esos personajes de las películas que hacen el mal a diestra y siniestra y que nunca se tocaban el corazón, pero a quien disparó por vez primera era un muchacho de aproximadamente unos veinticinco años, sicario de profesión, soñador por ambición.
Tuvo que tomar terapia, la cual aún no terminaba, pero Isidro pensaba que esas cosas eran sólo para señoritas o hippies que no hacían más que quejarse y dolerse de sentimientos absurdos, los mismos que le habían enseñado a erradicar en la academia. Dentro de la terapia había conocido a una señorita, de la cual no sabía su nombre, pero tenía esperanza de conocer porque era una paciente más del consultorio al que asistía. Esta chica representaba el cabal cumplimiento de su sueño, de su vida, tenía que verla y por eso seguía siendo un buen paciente, para que la doctora le hablara de él y así por fin la conociera y se enamoraran. El día que la conoció, Isidro la invitó a una cena el dos de febrero, misma que se ofrecía en honor a la Candelaria, los tamales de la rosca. Estaba emocionado porque pasaría por ella temprano, con su camisa blanca y corbata gris que eran las que más le hacían lucir el rostro rasurado y limpio. Isidro imaginaba que ella iría con un vestido sencillo, de flores y con un sombrero como de día de campo; ella estaría bella y sonriente, sonrojada por la galanura que Isidro le reflejaría con su peinado perfecto y el rostro rasurado no sólo de barba y bigote, sino de la mugre que iba adquiriendo de las calles y los crímenes. Con estas imágenes en la cabeza, con la ilusión en los sueños y la jornada terminada, fue como Isidro recorrió las calles y llegó a su casa, para dormir y descansar, ya que al día siguiente, en su día de descanso, iría a terapia y vería a la mujer que lo distraía.
DOS DE FEBRERO
Llamadas, periódicos, revistas, redes sociales, mensajes de texto, notas informativas por radio y televisión:
Estudiantes, ¡no vayan a clases!; ciudadanía, ¡tengan cuidado!; trabajadores por la zona de Guadalupe y el centro: desde la noche de ayer se han desatado fuertes encuentros armados entre policías y sicarios…
¡Atención a toda la ciudadanía: los grupos armados de delincuentes organizados están matándose, no salgan!
¡Si vives en Guadalupe no salgas, también por la feria están, hay balazos al por mayor!
¡Ten cuidado güey, por tu casa están los balazos!
¡Por fin la guerra se desató, las balaceras no cesan desde anoche!
¡No salgas! ¡En mi casa ya hay varios muertos, por favor, no salgas!
¡Ya mataron al jefe de la policía, no te presentes!
Es dos de febrero, una calle transita lenta y tensa, puede hasta pensarse que apacible. Los árboles no dejan de aplaudir el brillo de la luz del sol entre sus hojas, porque no es el aire en sí. El pavimento está en su punto, espera que los neumáticos de algún auto extraviado pasen sobre él, mas ninguno hace su aparición; las aceras, con su amarillo, buscan el roce de la basura que no corre y hasta los cables de postes viejos y roídos quieren chistar como con el viento del día anterior. Nada pasa, todo esta en expectativa, se ha secuestrado el ánimo de, incluso, las aves que abandonan su refugio ya de ventanas, ya de árboles. Dentro de las casas comienza a oírse el tronido aquejador de las pistolas, metralletas, cuernos de chivo y hasta granadas que las manos de algunos empleados avientan, pero para El Rigo eso no importa, había quedado de ir a la escuela a echarse unos pistos saliendo de clases. Llama a Ana para pasar por ella, pero ésta dice que su mamá no la ha dejado salir “por lo que está pasando”, así que El Rigo decide irse solo a la escuela. Un temor pasa como calambre por su cabeza, piensa que tiene que atravesar la zona de los chingadazos y que puede ser riesgoso, pero él es valiente; en un semestre más, cuando pase a quinto de prepa, será sicario y si quiere hacerse de valor tendrá que ir practicando, así que toma su chamarra azul con borrega y se va, sin aviso ni permiso.
Al despertar La Gober, por costumbre, enciende la radio, es una manía que su fallecido esposo le heredó. Casi nunca pone atención, siempre son las mismas boberías –dice ella– de los locutores que quieren agarrar más gente para que se hagan ricos, sin embargo, la voz del locutor en esta ocasión suena distinta, más nerviosa, como con miedo, pero no puede quedarse en esa habitación ya que tiene que tomar un baño para recibir al junior que viene temprano por su pedido, mismo que desveló y agotó a La Gober, así que sin más demora toma un baño y sale al punto de encuentro con su cochecito de súper retacado de tamales envueltos en servilletas y bolsas.
Isidro no lo puede creer, está en medio de un enfrentamiento contra el crimen organizado justo en el día de su descanso, uno cada quince días “por como están las cosas”. Él forma parte de los refuerzos, espera nervioso a que le den la orden, pero no puede dejar de reprocharse –como si de él fuera la culpa– el que no irá a terapia y no verá a la misteriosa mujer que sus sueños ha perturbado y piensa en si de verdad esto vale la pena, pero recuerda que en la academia le decían hasta el cansancio “proteger y servir, la patria primero”, mientras él pensaba en que no le quedaba de otra, que así era servir a la nación.
La avenida García Salinas es el punto de encuentro de gente armada, civiles y uno que otro fisgón; todos corren y gritos de desesperación, de coraje y de miedo rascan el aire que parece tener miedo también, pues no corre, no silva, no toca el rostro de nadie ni corta la piel como acostumbra en estas fechas. Hay automóviles que frenaron a mitad de la avenida, mismos que sirven de barracas a uno u otro grupo en el enfrentamiento. Se ve gente correr adentrándose en el parque que atraviesa de un lado a otro la ciudad, pero de éste salen sicarios en motocicletas con metralleta en mano y gritando como si fueran antiguos indios apaches, otros corren y se esconden ya sea en un árbol, en el puente, tras una pared, en la esquina de los tacos o en un auto abandonado. Del otro lado llega otro grupo armado y comienza el tiroteo.
Por todas partes se escuchan aullidos, gritos de dolor y de miedo, pero todo se acalla con el estruendo que las armas de fuego producen, con la sordera psicológica que el terror causa. En el viento zumban los reclamos del territorio invadido, de la clientela arrebatada, del odio casi fraternal que se prodigan unos a otros, detonaciones automáticas y semiautomáticas llevan el rostro de las balas, son ruidos de lo que la mayoría de los presentes no sabe ni el por qué.
La Gober va muy a tiempo, apurada en un taxi que, lento, va intentando hacer más kilometraje en su taxímetro. Ella no confía en los trabajadores del volante desde que vio en televisión un reportaje en que se decía que cobraban más y que era recomendable pedir encender el aparato que mide sus tarifas. El taxista, errático y pensativo, le va contando a La Gober acerca de los acontecimientos que están ocurriendo y que, el punto de su destino coincide con el encuentro de los armados, que él no va a pasar ni va a acercarse y si quiere que se baje, un par de cuadras atrás es lo más cerca que la dejará, así que La Gober acepta pues no puede desperdiciar doscientos cincuenta de sus mejores tamales.
Ahí va La Gober, como puede con su cochecito; escucha los balazos y su corazón y la razón le aconsejan que no se acerque, pero La Gober siempre ha sido un tanto imprudente en cuanto a tomar riesgos. Decide acercarse tan sólo un poco más, para ver si de casualidad se encuentra con el junior, quien al haber escuchado las noticias se quedó en casa, resguardado por sus jardines y fuentes, lejos de la preocupación de La Gober. Al llegar hasta la frontera que esta mujer se puso, de lejos, ve a un policía joven, alto, que parece novato por la manera en que se oculta detrás de un contenedor de basura, cuando ve, también, que un muchacho de unos dieciséis años con chamarra azul muy materna –piensa ella– se acerca por detrás, mete una mano a su bolsillo y el policía al verlo, temblando, nervioso, dispara uno, dos, tres, cuatro, cinco balazos y el muchacho cae; su mano sale de la bolsa que la guardaba y se abre: es un arma peligrosa, pero no para el policía… es un teléfono celular.
La Gober, estupefacta, mira al policía tirar la pistola que antes fuera un dragón rugiendo ante las fauces de un enemigo voraz: un muchacho con un celular. Isidro, el policía escondido, atónito, huye, se echa a correr y ni su terapeuta ni la mujer de la sala de espera vuelven a saber de él. Los tamales que le correspondían, tal vez, ahí se quedarán o serán de alguien más, pues no volverá a aparecer Isidro en la corporación. La tamalera sólo atina a tomar su cochecito y enjugándose los ojos regresa al camino antes andado, con las piernas temblándole; los tamales ya no le importan tanto.
En los días siguientes, en los años subsecuentes, Ana olvidó al Rigo, la escuela lo olvidó, no hubo discusión de a qué fiesta asistir, ni un sicario más en las filas del crimen organizado. Por su parte, La Gober perdió la mitad de su cuantiosa producción, pero al día siguiente de su fatal evento, volvió, como siempre, a salir con su pequeña olla a vender unos cuantos tamales.
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