El cenicero y yo.
Otro día que despierto, ya llevo algunos días obsesionado con la idea de no despertar. Me recuesto en la noche pensando que puede ser la última.
Amanece de nuevo, al fin me levanto, toco mi cara para comprobar que estoy vivo, no lo puedo creer, otro día más.
Bajo a la cocina y mientras me preparo mi café veo a mi amigo inseparable que me espera como hace cincuenta años, siempre quietecito en el centro de la mesa.
Día a día lo he llenado de mi vida convertida en cenizas. A veces lo veo como mi urna y lo lleno hasta que he consumido el último de mis huesos.
Siempre lleno de polvo gris con chispazos de brasas que lo calientan y reaniman como un ser orgánico y autónomo.
Muchas veces he hablado con mi cenicero, por ser el único que me escucha y me acompaña. Hay quien tiene un gato o un pájaro enjaulado, pero yo prefiero a mi cenicero, porque deposito mis penas y mi soledad convertidas en ese polvo gris humeante y con olor fétido.
Los objetos que te acompañan en la vida, se van llenando de ti, van adquiriendo un rostro y personalidad propia. En cambio el cenicero de un restaurante es como la fosa común, donde reciben de todo: gente alegre y triste, enfermos y saludables. Echar la ceniza en mi cenicero es un ritual de complicidad. Uno necesita tanto del otro para sobrevivir.
Decía un poeta que al morir sólo se llevaba uno, un puño de tierra. Si se valiera escoger, yo quisiera llevar conmigo mi cenicero, que es el caset regrabable de toda mi vida, donde dije y me desdije, donde hice y deshice, donde dejé todas las lagrimas de mi vida.
Mi cenicero ha sido mi diario de cristal.
Me angustia la idea de separarme un día de mi gran amigo y confidente, yo quiero que cuando muera, me incineren junto con él y fundirnos en uno solo. Así, vidrio y cenizas transformarnos en un cristal negro lleno de misterio y secretos como la obsidiana.
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