El campo de la muerte
Los soldados así le llamaban a los tres pinos; lugar donde se habían enfrentado, durante siglos, legiones de hombres en la lucha del poder.
El gran valle, rodeado por tres grandes pinos y una explanada arenosa; daba la oportunidad para enfrentarse sin contratiempos.
Se sienten a los espíritus de las legiones vagando por el campo. Mientras uno camina hacia la gran roca del centro, un escalofrío recorre con rapidez tu espina; cada vértebra se eriza en cada paso que das.
Tras aproximadamente 250 pasos, tu respiración es más pesada. La arena caliente expide un aire seco y tu saliva comienza a quebrar tus labios.
La presencia de los espíritus afecta mi cordura; y la de los que estén aquí. El miedo invade tu cuerpo. Tiemblas, no sabes si es por los escalofríos o por el miedo; te sientes extraño y no puedes parar la temblorina.
Justo en el momento que decides caminar hacia alguno de los grandes pinos, que quieres alejarte de la gran roca; tu cuerpo se paraliza. Tus pies pesan, no obedecen, sólo puedes mover tu cabeza. Asustado, tu respiración aumenta.
Tu escudo comienza a rozar la arena. Pareciera que ya no puedes cargarlo más. Tu lanza, hace temblar tu brazo con la que la sostienes. Tu espada corta, hace sentir tu cadera con sobrepeso. Sientes como el suelo jala tu cuerpo, como si de repente fuera a enterrarte completo. Mientras luchas por conservar la calma y seguir caminando, tu enemigo circula en dirección a ti.
La gran roca está cerca. Cuando vez a tus compañeros; sufren lo mismo. Se siente la pesadez en el interior de tu falange. Observas a tu contrario, su paso atenuado te da a entender que no eres el único que sufre la fatiga.
Se escucha un grito de batalla. Los tambores hacen retumbar un gran eco en el valle. Como de costumbre, el latido de tu corazón comienza a bailar al ritmo de la guerra. La adrenalina recorre tu cuerpo; al igual que el oxígeno, empieza a revitalizar tus extremidades. Tu escudo ya no pesa, tu mano ya no tiembla al soportar tu lanza, tu cadera deja de sentirse sometida ante el peso de tu espada corta.
A pocos segundos, tus falanges frenan. El enemigo te imita. Están frente a frente, con escasos 40 pasos de distancia. Se logra ver la inmensa fila de hombres preparados para embestir.
Al centro del mar de soldador enemigos, puedes ver la gran carreta; donde se encuentra el señor de la guerra, dueño de sus tierras, dueño de sus almas. Nosotros, hombres libres peleando por mantener nuestras tierras, mujeres y nuestro arte; los tres privilegios más preciados.
El gran cuerno emite un sonido grave; producto del aire que fluye a través del shofar. Nuestro contrincante, con más velocidad marcha, apuntan sus lanzas hacia ti. Tus pies no quieren moverse. Nuevamente, los tambores hacen que entres en su ritmo: juego sinfónico que trae muerte y sufrimiento.
Cada paso retumba. Miles de cuerpos sonando al unísono. Inicia la batalla. Omito el desenlace, pues la sangre me provoca nausea. Sucesos de muerte que quisiera olvidar, probablemente me seguirán a mi tumba.
Cada que mataba a un ser, el campo lo succionaba. La tierra enterraba a cada víctima. Caían decenas de hombres cada segundo, parecía que el suelo se los comía. No tengo manera de describir tales escenas trágicas y aterradoras. Sólo puedo decir que, al parecer, los espíritus unían a los hombres caídos en su gran ejército infernal.
De allí en fuera, no tengo nada más que decir.
--¿Quién ganó la batalla?- pregunté
La mirada de aquel soldado expresaba tristeza, impotencia, lamentos. Mientras me respondía, el sonido de su voz se ahogaba hasta ser nulo; mientras tanto, su imagen se desvaneció, hasta quedarme sentado, solo, sobre la gran roca; en el centro del campo de la muerte.
Este cuento se publicó en el número 2 de la
Revista Uco Derecho en Abril del 2011