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El aro cobrizo.

 

Cuando un canario se muere debes cortarle la pata. Así sentenció el abuelo al momento de trozarla. Después echó al pájaro en el basurero. El anillo recuperado lo puso dentro de un aro cobrizo, que era el de los muertos; para los recién nacidos destinaba el plateado. Muda, yo asentí con la cabeza mientras traté de disimular el fuerte estremecimiento que me recorrió por todo el cuerpo. Mirándole fijamente a esos pequeños relámpagos azules que tenía por ojos, le pregunté con voz baja, como si temiera despertar al pájaro muerto y mutilado, si no sería lo mismo usar las tijeras y no las manos para eso de la cortadera de la pata. Sin darle importancia al tema —aunque le noté un brillo en la mirada, casi una sonrisa—, él me contestó que lo hiciera como me diera la gana, pues lo importante era controlar la anillada.

        El abuelo partió esa misma tarde. Su pasaje por treinta días era directo a Madrid; después en tren hacia Castilla y La Mancha, para finalmente llegar a su pueblo natal: Mota del Cuervo. Yo me quedé al cuidado de sus más de doscientos canarios de carretilla; a mi hermano le tocó cuidar de la  Mosca, la perra. Cuando nos hizo los encargos, yo primero sentí orgullo, luego la angustia fue ganando terreno al removerse mi escondido temor a las aves.

        Tal como me lo indicara el abuelo, en la mañana antes de partir a la escuela fui rápidamente a abrir la puerta del cuarto de los pájaros para que se ventilara. Empujé hacia abajo la manija y la puerta cedió con facilidad, pero me recibió echándome encima un caliente y concentrado aliento a plumas que me hizo retroceder; desde afuera y estirando lo más posible el brazo empujé la puerta y me marché. Después de la comida decidí atender a los canarios. Subí con entusiasmo las escaleras que llevaban a la terraza, donde se encontraba el cuarto de los pájaros, pero conforme fui subiendo, el recuerdo del hedor de la mañana mellaba mi entusiasmo; comenzaba a estrechar ese peculiar aroma que despiden los pájaros con la repulsión. Llegué al último peldaño, crucé la terraza y, al escuchar desde ahí su canto, los malos olores desaparecieron y a cambio se instaló la figura corpulenta de mi abuelo, con su calva completa y brillante: sentado sobre un banquillo llenando de música el cuarto con su armónica. Los diez dedos de sus manazas se empeñaban junto con los labios en producir una melodía suave y armoniosamente todos los canarios machos cantaban en su peculiar modo: plantaditos en el palo de la jaula, con el brillante plumaje de sus gargantas erizado y el pico sin abrir. Despreocupada entré al cuarto; los pájaros revolotearon asustados esfumando los cantos de mi recuerdo. Me quedé bien quieta un rato para calmarme el susto yo también, y luego comencé a moverme despacito. A limpiar.

        La rutina: primero las jaulas individuales; tiro de la minúscula perilla que tiene al frente la bandeja y sale; las semillas desparramadas sobre su cubierta las vuelco dentro de un despostillado platón de cerámica; le quito una de las siete capas de hojas de periódico que una vez por semana se le pone a cada bandeja y la introduzco ya limpia a su jaula respectiva; hago lo mismo con la segunda jaula, y así con todas hasta completar las ochenta y tres. Sesenta de ellas son habitadas cada una por sólo un macho; no pueden estar juntos, porque se pelean a muerte. En las otras veinte se hallan las hembras en apareo acompañadas por su macho y, en la esquina, el nido formado de hilachas de ixtle. Las tres restantes están reservadas para los enfermos; los viejos no cuentan, ellos son sacrificados. Sacrificados… vi de pronto la imagen de mi abuelo, alto y fornido: introduce su enorme mano en la jaula del canario viejo; lo caza al primer intento, sin darle oportunidad a que aletee y al sacarlo levanta su brazo, y con un movimiento rápido, contundente, lo azota contra el piso provocándole una muerte instantánea. Los pelos se me erizaron; cada poro me dolió. Siguen las bandejas de los cuatro jaulones, donde en cada uno se hallan unas veinte pacíficas hembras. Levanto cuidadosamente una de las puertas, voy metiendo la mano y luego el brazo, hasta alcanzar lo que antes fueron unas gloriosas latas de sardinas portuguesas, ahora convertidas en cagados comederos. Los vacío; también retiro la bandeja, le cambio el papel y la introduzco de nuevo al jaulón. De las jaulas chicas retiro los pequeños comederos que, por medio de mínimas puertas laterales hechas como trampas, se quitan con facilidad; vierto sus restos y los acomodo de dos en dos sobre una mesa que hay dentro del cuarto. De los costales de ixtle cojo una parte de níger y otra de linaza por cada tres de alpiste; los revuelvo y, después de servir una cucharadita a cada comedero y ocho a las latas, reparto la comida en las jaulas. Ahí van, pareciera como si no hubieran comido en años. Ahora el agua. En una cubeta pongo los bebederos; en la pileta del lavadero los desarmo, con un cepillito lavo pacientemente cada uno y de nuevo los armo llenos de agua clara. Ya de vuelta, divertida los asigno por colores: jaula verde, bebedero verde; jaula azul, bebedero azul; jaula roja, bebedero rojo, y así hasta terminar. Por último con la escoba de popotillo barro el piso y todo queda estupendo.

        Me paré entonces en el centro del cuarto a contemplar mi obra y, al ver la cantidad de basura que saqué, no pude más que pensar que a los canarios debía de llamárseles puercos, y a los puercos, pues no sé, porque no les queda eso de canarios. Pero ahora, así, recién limpitos no apestaban tanto y eso me hacía sentir contenta y los canarios lo parecían también. Cerré la puerta, suspiré y les dije hasta mañana.

        Fueron pasando los días y, aparte del olor y los aleteos, no sucedió nada extraordinario. Yo fui tomando confianza y hasta una tarde me senté en el centro del cuarto imitando a mi abuelo e intenté sacarle música a la armónica para que los canarios cantaran. Por supuesto, sólo conseguí unos sonidos dispares, sin ton ni son, y los desgraciados pájaros pues ni cantaron, ni nada. Mejor dejé en paz el asunto de la melodía, aunque me fui ciertamente con algo de indignación.

        Un miércoles al entrar al cuarto, noté que uno de los canarios enfermos estaba tirado sobre la bandeja de la jaula, pero no me atreví a tocarlo. Con la parte de goma de un lápiz, nerviosa lo empujé un poquito y, por lo tieso, me di cuenta de que estaba muerto, muertísimo. Eso me alivió, porque así yo no tuve que rematarlo; sólo quitarle el anillo, sólo quitarle el anillo, me repetí sintiendo la fuerza de los latidos del corazón. Abrí la jaula con las manos temblorosas y tomé al canario muerto con una mezcla de compasión y miedo. Puse el cuerpo sobre la mesa, saqué las tijeras del cajón y las coloqué también ahí mismo. Una tremenda agitación en el pecho seguida de unas fuertes punzadas en el estómago me obligaron a sentarme; evitando mis manos, me restregué con el brazo el sudor de la frente y respiré profundamente varias veces. Cogí las tijeras y, sin tocar al muerto, acerqué sus puntas a la pata anillada, cerré los ojos y dejé caer la guillotina. Miré la escena: ahí estaba el cuerpo mutilado, unas cuantas gotas de sangre y la pata desprendida que aún conservaba el anillo. Utilicé la punta de las tijeras para quitárselo y lo inserté en el aro cobrizo. Después, con la punta del pulgar y del índice de la mano derecha, recogí el cuerpo y lo eché a la basura; en una siguiente operación, lo mismo hice con la pata cortada; al basurero se fue también. Cuando volví al cuarto, ya no tuve ganas de limpiar y, pensando que por un día no pasaba nada, simplemente cerré la puerta. Antes de bajar las escaleras me lavé con detergente las manos una, dos, tres veces, muchas veces; también me pasé agua por la cara y el cuello. Esa noche estuve frente a la tele, pero no disfruté; el pájaro y la pata cortada que estaban en la basura, igual se encontraban dentro de mí.  Envidiosa miré a mi hermano tirado bien a gusto en el piso con La Mosca echadita a su lado. Jacinta sirvió la cena, pero yo me fui a la cama sin probar bocado; por fortuna me dormí pronto. 

        A partir de entonces, el temor de otra muerte fue convirtiendo cada día en una tortura. Además, la peste de las plumas se me estaba pegando a la ropa, al cuerpo, y después del baño necesitaba echarme litros de colonia para no sentirla. Los pájaros intuían mi nerviosismo, porque apenas me acercaba a sus jaulas comenzaban a revolotear con violencia. Sin embargo, esos ojos azules me empujaban a soportar. Fueron varias las tardes en las que, desde afuera de su jaula, no hacía más que echarles la comida. Aquello era un cuadro repugnante: los bebederos con más lama que agua; las bandejas llenas de cagazón y el piso del cuarto plagado de granos, cáscaras y plumas; el hedor, nauseabundo.  Mi abuelo volvería dentro de dos días y, como yo no podía permitir que él viera ese desastre, decidí hacer una buena limpieza. Aguanté el revoloteo de los pájaros y primero limpié las bandejas de los machos y de las parejas; les puse comida y agua limpias. Pensé entonces en seguir con las jaulas grandes, pues aún me costaba acercarme a las de los enfermos; ni modo, les tocaría de último. Va un jaulón, luego dos y, al meter la mano en el tercero para sacar la lata de comida, una de las hembras inició un revoloteo desenfrenado y enloquecida se golpeó contra los barrotes del jaulón y yo con un tremendo espanto traté de sacar rápidamente mi mano y en eso, la pájara se escapó y voló con locura dentro del cuarto. Instintivamente me puse en cuclillas y me cubrí la cabeza temiendo que me atacara, aunque de reojo traté de seguir su errático vuelo, el cual terminó al estrellarse contra una de las ventanas y caer al piso cerca de mí. De inmediato me levanté apartándome; miré a mi alrededor y vi que los pájaros revoloteaban alterados. Me agaché de nueva cuenta y decidí entonces quedarme quieta antes de que todos enloquecieran; coloqué las dos manos sobre mi pecho, una encima de la otra, pues sentí que los latidos del corazón lo harían estallar. Después de unos minutos comencé a pensar en la cortadera de la pata y las piernas se me aflojaron. Unos minutos después, con movimientos casi imperceptibles, me animé a incorporarme. Del cajón de la mesa saqué el lápiz; temblando me incliné sólo lo imprescindible para alcanzar el cuerpo y, como lo hiciera antes, con la parte de la goma lo toqué. Un leve movimiento estertóreo de las alas me arrancó un grito, aventé el lápiz y corrí hacia la puerta. Desde ahí observé que el pájaro no murió; también que ya no tenía remedio; era obligado el sacrificio. La visión de una mano grande avalanzándose al cuerpo herido, se me presentó una y otra vez como disco rayado; sacudí la cabeza para evitar esa imagen, pero fue inútil, ahí seguía cobrando fuerza. Volví a acercarme al pájaro, con sigilosa lentitud y, del mismo modo en que la visión me lo dictaba, lo agarré de un manotazo y lo azoté con todas mis fuerzas contra el piso; luego empuñé las tijeras y comencé a dar alaridos sin parar. 

        Cuando abrí los ojos, todo era silencio. Una luz tenue iluminaba a Jacinta sentada a la orilla de la cama y, descansando sobre la mesa de noche, las tijeras.

 

 

 

 

 

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