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El olor de la tumba

 

 

 

Teníamos que morir aquí, sobre el llano verde. Imaginé que debía caer en esta batalla. Era lo esperado. En campo abierto, sin nuestra táctica de guerrilla que nos hacía ser un peligro. Sin la sombra de la montaña, ni la oscuridad de nuestro laberinto de cuevas. Había llegado el momento de ponerle el pecho a la muerte. Toda esa desesperación a la luz del día. Morir para proteger a los nuestros. 

   Lo temíamos. Yo los esperaba. Era cuestión de la lógica que los grupos armados de los narcos se fijaran en el rancho. No era un secreto que las familias de los que se habían unido a esta guerrilla vivían aquí, cerca del llano verde; olvidados de cualquier ayuda. Sólo la nuestra. Un puñado de hombres que se habían unido a mi causa. Una venganza solitaria que sin quererlo se había hecho parte de todos. Como una desgracia común. Un dolor que se comparte y quiere dejarse de sentir. Cuando pude darme cuenta, éramos más de cien.

   Vine a esta zona a matar al padre Germán: un sacerdote traficante de drogas. Lo había rastreado hasta aquí, a esta región de montañas crecientes que reflejan el sol como si nacieran del metal y no de la piedra. Vine a ajustarle la muerte de Fernanda: mi novia. Mi hermosa Fernanda. Confiaba tanto en él que lo hizo su guía espiritual, su confesor más que su maestro de preparatoria. Chantajeada por descubrirle sus obsesiones. Muerta por negarse a ser su esclava sexual. Asesinada por una sobredosis. Ultrajada después de morir. ¿Qué cómo lo sé? Le arranqué la verdad al padre Jesús María antes de matarlo. El padre Germán se lo dijo bajo secreto de confesión, y fue tanta la conmoción del padre Jesús María, que se inconformó peligrosamente para sentenciarlo a 40 padres nuestros y 50 aves marías. “Se había portado severo”, dijo. Después se guardó en un cómodo silencio en los cuartos alfombrados del Seminario. ¡Pobre padre! Desconocía que un hombre con las manos y dedos destrozados puede hablar verdades y esclarecer cualquier misterio, puede revelar el motivo más escondido. El tormento le fue insoportable. 

   Su revelación me trajo hasta aquí, directo al cuarto que ocupaba el padre Germán como alojamiento expiatorio. Tardé para matarlo. Fue fácil reducirlo. El miedo ayuda a hacerlo. Lo conduje a la cueva que está atrás del convento-parroquia del pueblo donde pretendía ocultarse. Ahí nadie se acercaba. Todos decían que era la entrada al infierno. Sí, claro; al bajar descubrimos que éramos bienvenidos. Sin prisa le fui destrozando los huesos de los brazos y las piernas con el mazo que había destinado para él, mientras el dolor trepaba los techos rocosos, me aulló la lujuria que sentía por mi Fernanda, ese mal deseo que lo masacraba, desnudo por las noches, como una rabia. Me lo dijo, quizá para que lo matara rápido en un coraje enconado. Hice que sus brazos y piernas sin forma probaran mi cuchillo. Dejé que la sangre encontrara ritmo. Luego, le golpeé la cara con los puños, para borrarle el cuerpo de mi Fernanda, y para que le subiera más el dolor, no para dejarlo inconsciente. La nariz rota, la boca privada de algunas piezas dentales. Lo dejé así, amarrado sobre una roca puntiaguda para que le llegara la zozobra del hambre y la sed. Lo abandoné para que lo visitaran los animales del monte. Mis pasos se retiraron para que la oscuridad lo desapareciera. Cuando salí, la cueva ya había vomitado a la noche. Las súplicas aulladas se habían quedado muy adentro. Me imaginé que seguiría concentrado en agotarse la garganta. Sí, sonreí. Aquí arriba no se escuchaban sus gritos. La Providencia ensordece el auxilio de estos hombres de fe torcida. 

   Me impuse la penitencia de viajar por este espinazo de montaña. No tenía a qué regresar a la ciudad. Tenía una vida exterminada allá. Sólo podía conseguirme un encierro. Mejor aquí, debajo de las nubes. Un gran eslabón de bosque, niebla y soledad, y la calma de las cuevas. Fatigué mi paciencia en descubrir sus secretos. Logré orientarme bajo tierra y visité varias veces el cadáver del padre Germán. Lo encontraba fácil. Cada vez con menos carne podrida y huesos. Hasta que lo hallé sin cabeza. Mejor, así desperdigado sería una complicación juntar su muerte. Los ranchos en lo alto y en las laderas también me encontraron y no tardé en volverme habitual. Varias pláticas con sus ocupantes, personas gentiles, me ganaron el nombramiento del joven paseante de la montaña. La mochila a la espalda ayudaba a concentrar la idea. 

   Eran personas sencillas y pobres, ocupadas en reducir el hambre con sus milpas que tardaban en retoñar, y sus hortalizas que desaparecían pronto. Un trabajo de estar encorvado. Difícil. A veces les alcanzaba para convidarme un plato de frijoles en sus mesas. Me preguntaban sonrientes qué hacía ahí, y les respondía que era más asunto de una penitencia que de un paseo. No me creían, así que no buscaba insistir. Me aconsejaban de buena fe, me decían que cuando me mareara el hambre me hiciera una sopa con las hojas del árbol de pemoche; esas hojas rojas que parecen espadas curvas llamadas cimitarras. Les hice caso, pensando que envenenarme no podía ser más fácil. Los niños solícitos me hicieron una resortera para ocuparme de los pájaros. Afinar la puntería me llevó tiempo y varios recesos de hambre. Las piedras comenzaron a perseguir y alcanzar a las aves en los dominios del aire. Cocinadas al fuego, parecían empequeñecerse y sus huesos diminutos llegaron varias veces a atragantarme.

   Pasados los meses, las tormentas llegaron bravas. La niebla se deslizó pronto, como si la montaña respirara frío. Las cuevas me recibieron bien, cálidas por el vapor de agua. Por esas noches, caminando bajo el torrencial, me encontré con la guerrilla de narcos. Hombres armados con AK-47, jorobados bajo los bultos venenosos que transportaban. La curiosidad me hizo volverme un fisgón. Oculto en la complacencia del bosque, avisté sus movimientos, sus nombres, sus borracheras. Me volví temerario y comencé a caminar entre ellos a la hora de su mayor ebriedad que los desperdigaba sobre la tierra. Los veía roncando en la seguridad de lo clandestino. Me divertía estar ahí, sin ser visto. Una paciencia de suicida se me cocinaba en el pecho. 

   Me convencí entonces que el bosque me había adoptado y en una noche, el león de la montaña me persiguió como a su igual. Peleamos bajo la lluvia, y el miedo estuvo a mi lado. El león de la montaña es brutal, sin remordimiento en sus ojos ambarinos. El hacha y el cuchillo se solidificaron en mis manos y la voluntad no me abandonó. Le temía, pero estaba cierto que yo merecía morir. Lo que había hecho sólo la muerte podía absolverlo. Así que lo embestí de frente, gritando rabioso el final de mi vida. Las garras se apoyaron en mi abdomen, abrieron la carne en rasguños. El cuchillo se hundió en sus costados. El agua se tornó viscosa alrededor de mis dedos. Caímos sobre la piedra resbalosa, rodamos, gruñíamos heridos. Sentí su fuerza empujándome como un ariete. Lancé el brazo del hacha para matar a la noche. El filo encontró la cabeza felina que soltó el sonido de madera mojada partiéndose. La inercia me hizo caer sobre el lomo de la bestia. Lo aferré del cuello; un cuello musculoso, incapaz de quedarse inmóvil. Mi cuchillo encontró el vientre blando. Repetí una y otra vez, clavando la hoja, moviendo el filo en sus entrañas. Me fue ganando su peso. Huesos que se les va ausentado la vida. En un espasmo gigante, se liberó y sujetó mi antebrazo con sus colmillos. El hacha se me fugó de la mano. Aullé el dolor; el cuchillo persistía enterrándose. Sentí la quemadura del cansancio en mi hombro, la sangre uniéndose al agua. El hocico se fue privando sin fuerza, dejó de resollar su aliento colérico. Seguía insistiendo con el cuchillo cuando pude liberar mi brazo. Era agua, sangre, lodo, y dolor. Grité como un animal sediento de muerte, rugí hasta que el pecho se quedó sin aire, como si corriera cien metros cuesta arriba. Lo sostuve hasta que bajó el frío de la náusea. Evaporado aquel canto de salvajismo, sólo supe ponerme a llorar. 

   Las cuevas me recibieron sangrante. Vomité y oriné los restos del nervio. Llevaba un rato apretándome las heridas cuando escuché que la oscuridad hablaba. Seguí el murmullo, despacio, a veces apoyando la mano fuerte sobre las paredes húmedas. Pronto saltó la luz de un quinqué al terminar una curva. Más allá, aire nuevo avanzando. Una entrada o una salida. La noche apareció más clara que la negra piel de la cueva. Entonces distinguí a una niña tumbada en el suelo rocoso y con el vestido levantado hasta la cintura. Lanzaba súplicas, gruñidos, lágrimas. Era una lucha. El hombre que tenía encima resoplaba, le sujetaba las manos, le abría las piernas tratando de penetrarla. La luz me ayudó a descubrir a otro hombre que atestiguaba, torciendo la boca y acariciándose la entrepierna. Los hombres eran de la guerrilla. Los había visto, ebrios, hablando en el sueño. Y conocía a la niña, era del rancho de al lado del llano verde. El mirón fue el primero. Antes de que cayera al suelo, el cuchillo le había encontrado las tripas. Dos veces. El violador trató de incorporarse. Rápido, tanto que se tropezó al subirse los pantalones y querer ocultar su vergüenza erecta. Le vi el terror en la cara. Vi mi aspecto de muerto en su boca abierta. Le medí la cobardía. Creí que el hacha castigaría mejor y se la dejé caer varias veces en donde comienzan las piernas, debajo de la cintura. Me atacó el mareo y mis rodillas encontraron las asperezas del suelo de piedra.

   La niña me ayudó a bajar la montaña. Su hombro era fuerte. Me sentí admirado y agradecido. La gente del rancho nos encontró pronto entre la niebla. Eran una masa de antorchas, de búsqueda, de desesperación. No recuerdo si cambié el orden de los sucesos cuando me pidieron explicaciones. Quizá el león nunca me había atacado y los hombres de la guerrilla eran espectros de las cuevas. Todo nacía y sucumbía en mi imaginación. La mañana me alcanzó y mostró vendajes sobre las heridas. Salí de la cama, encontré a mi paso miradas distintas, admiradas, ojos que confirmaban mi historia. No tardé en alcanzar la montaña. 

   Muy pronto la guerrilla tuvo noticias mías. Los fui a buscar después de que la desgracia trepó hasta donde me encontraba. Una familia completa masacrada por diversión. Dispuse de las armas y municiones de los hombres que había dejado en la cueva. La noche fue fácil, el sueño pesado, muchos se quedaron en él. Otros correlones alcanzaron a perderse ladera abajo. Fueron pocos. Me quedé con lo abandonado y lo escondí en el laberinto de cuevas.

   Los hombres de los ranchos subieron para medir unas palabras conmigo. Querían combatir. Les dije que no; insistieron. Conté que era un hombre muerto, por el momento, ese número le bastaba a la muerte. Contestaron que los vivos defienden a sus familias, que ya estaban hartos de respirar con miedo. Iban a morir, más temprano que tarde. Querían hacerlo defendiendo a sus hijos, a sus mujeres, a sus tierras, nadie más lo haría. Dios no era un combatiente. Sólo quedaban ellos para enrojecerse las manos. Había valor. Cansado de su necedad, no pude negarme otra vez.

Le dimos duro a la guerrilla utilizando la montaña, la niebla, las cuevas, la noche. Atacábamos y huíamos como cabrones. Hacíamos caer a los narcos por números grandes. Vivían azorados y desvelados por nuestras visitas fantasmales, pero les nacían los reemplazos y atrás de los cuernos de chivo se encontraban caras nuevas. 

   Por eso nos tocó morir aquí, en el llano verde. Esperándolos, defendiendo a nuestras familias. Peleamos escupiendo la rabia. Levantando la frente a las balas, les hicimos sentir lo amargo del miedo. Y sucumbió el llano bajo el peso de la sangre. 

   El sol ya está alto y calienta los cuerpos apilados y retorcidos. El silencio se balancea en los árboles. Aquí abajo, aún resuella fuerte el dolor de los que mueren. Las personas del rancho comienzan a salir de sus casas. Vienen por sus vivos. Vienen por sus muertos. Camino. Entre este pantano de cadáveres encuentro a Catarino. A Josías. Más allá está Raymundo. Y Socorro. Junto a sus enemigos, abrazando la misma oscuridad teñida de rojo. Estoy herido pero quiero caer, ahora, acribillado por miles de balas. Como ellos. Junto a ellos. Ser su hermano de muerte. Tendrán que esperarme un poco más, y ya no quiero esperar. Ayudo a separarlos de quien les apartó la vida. Los recuesto sobre el petate que los arropará bajo tierra para que los observe el sol y las lágrimas de quienes los echaran en falta. Se nos diluye el día cavando sobre el llano, exterminando su pasto, limpiando cuerpos, apilando cadáveres desconocidos dentro de una fosa. En los narcos se ausentaron los sobrevivientes.

   Antes del arribo de la noche, llega el canto. Una letra que habla de resurrección, de vida nueva. Las mujeres se suman y el murmullo crece despertando a la montaña. Ella despabila una sombra encorvada, mirando triste el sacrificio de sus hijos. Tomo la jarra de incienso que me ofrece una de las mujeres dolientes. Una pequeña llama lo quema, lo libera. Hago la reverencia frente a Catarino. Toco con el humo aromático los cuatro puntos imaginarios de una gran cruz, luego lo repito sobre él, cerca de su cara dormida. El aroma empuja su alma hacia lo alto viajando suavemente como una pluma, elevándose a la paz de un cielo estrellado. El canto se contagia de lágrimas, de despedidas. Estoy junto a Josías, con Raymundo, con Socorro. Los despido con el incienso. Un impulso me asalta, de abrazarlos a todos, a todos mis muertos. Acerco una pala y comienzo a cubrirlos, a cada uno. Sus familias los despiden con flores y plegarias. Hay más flores y plegarias que tierra sobre ellos. Las lágrimas me ganan pero no dejo de palear. Hasta que sólo hay tierra sobre tierra en esta tumba grande de sepulcros pequeños. 

   Quise ayudarlos a limpiar el terror de sus casas, de sus ranchos, de sus campos. Me convencí de liberarlos, pero soy menos que un libertador, menos que un maldito héroe. He sido quién los apartó de la vida para que los descubriera la muerte. Y no reconocerán mi presencia cuando la luz abandone mis ojos. El mayor engaño que puede concebir un pobre asesino. Una sombra de nada. Eso, una nada. Eso soy yo.

 

 

 

 

 

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