Doña Carmen.
No había tarde en que el piano de Carmen callara. Y nadie la culpaba de no querer salir a jugar como sus demás hermanos. Toluca siempre había sido una ciudad gris, con una incomprensible sensación de tristeza que flotaba etérea entre sus viejos edificios; además de que cada tercer día la lluvia se dejaba caer con toda su fuerza. Carmen lo sabía, el año pasado había contado únicamente doce días de su amado sol.
Aquella niña bien pudo haber sido hija del astro mayor, con su cabello leonino entre rojizo y dorado, y sus ojos color agua. Pero era una niña muy extraña, en contadas ocasiones la oías hablar, podían pasar semanas enteras en que la chiquilla no pronunciara palabra; por lo mismo, sus padres se negaban a mandarla a la escuela. Su educación corría a cargo de Tía Mercedes, una monjita arrugada y regañona que le enseñaba a leer y escribir.
Eso no la alejaba de hacer las diabluras que todo niño hacía. Una vez vendió sus costosas muñecas de porcelana china por cuarenta limones maduros que llevaba una marchanta por enfrente de su casa, pues quería poner un puesto de limonada en el tercer día de sol del año. Se ganó una nalgada por parte de su padre, un discurso cargado de la culpa católica de su madre, y que al día siguiente la lluvia ensuciara las jarras llenas limonada que había dejado en el jardín. Como siempre, al pedirle una explicación, Carmen callaba.
Los días pasaban mejor delante del piano, y siempre lo visitaba disfrazada de alguien diferente. Había días que se vestía de conejo, otros de abeja, a veces usaba la pipa y la gabardina de su padre. El colmo fue cuando robó el hábito de Tía Mercedes y comenzó a tocar el Réquiem de Mozart vestida de monja. Tía Mercedes se enfureció y cada vez que Carmen no le contestaba a sus reproches, le daba un buen pellizquito de monjita y le pedía paciencia a Dios mientras se persignaba tres veces.
A su madre le desesperaban los silencios de su hija menor. Con frecuencia la ponía a prueba. Le decía que no podría comer a menos de que pidiera comer por favor, acto seguido Carmen salía de la cocina, para regresar un minuto después con una nota donde se leía “Tengo hambre, pido comer por favor”.
La solución, desde el punto de vista del robusto y severo padre de Carmen, era traer a un especialista del leguaje que tratara con su hija. Vino el especialista, un doctor de gran renombre y revisó las cuerdas bucales de Carmen y le hizo pruebas de habilidad mental. La niña tenía sus cuerdas sin problemas, un cerebro prodigioso. El especialista quiso entablar una conversación con ella, pero la niña, cada vez que le preguntaba por qué no quería hablar, dejaba de tocar el piano y señalaba el cielo nublado. La conclusión fue que la niña simplemente estaba loca.
La madre lloró más que la lluvia misma, el padre tomo una foto de su hija y lo aventó a la basura y Tía Mercedes insistía en llamar a un exorcista para que le colocara un crucifijo en la cabeza.
La niña Carmen salió de la casa rumbo a la Clínica de Enfermedades en Mentales en Atlacomulco, un lluvioso día de verano; donde por primera vez, a sus diez años de edad, ella vio la lluvia caer mientras un tímido sol apenas se asomaba para que un arco de colores cruzara del cielo a la tierra. Carmen estaba maravillada y reía feliz en al parte de atrás del carro. Sus padres eran los que ahora callaban al saber que su hija se reía sola porque estaba loca.
En la Clínica de Enfermedades Mentales de Atlacomulco, hoy puedes visitar a sus muchos personajes, pero no hay nadie más adorable que la Doña Carmen: una señora que debió ser una mujer muy guapa, con cabello rubio rojizo y ojos azul agua, siempre vestida con los colores del arcoiris y tocando el viejo piano de la sala común. Solo habla contigo si la sacas al jardín y le invitas un vaso de limonada, siempre cuando el sol brille alto en el cielo.