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Cuestión de clases.

 

Apagué el despertador y me quedé un rato más acurrucada en la cama, bien cubierta con las cobijas hasta las narices; hacía algo de frío y hacía sueño también. Luego, aún adormilada, me senté en el borde de la cama, para minutos después iniciar la rutina diaria. Entré al cuarto de baño y cerrando los ojos encendí la luz. Primero oriné y después me lavé los dientes; la cara no. Al salir, el espejo me detuvo a mirarme. Ese grano en la frente no se apaciguaba y las canas empezaban a ganarle terreno al tinte; mejor ni verme a esas horas, pensé.  Seis y catorce anunciaba el reloj, pero me resultaba imposible acelerar los movimientos.  Fui a la cocina y me tomé un café bien cargado; ahora podría arrancar.  Rápidamente me enfundé unos pantalones negros de licra, luego vino el top y arriba una camiseta y un suéter; por último, me calcé los tenis.   Eran las seis con treinta, hora de inicio de la clase; de prisa arranqué el auto hacia el parque de la Alameda. Durante el trayecto, que duró apenas siete minutos, me fui felicitando por haber conseguido levantarme. 

        Al llegar vi con extrañeza que Arturo, el instructor del grupo vestido de un impecable blanco, y los muchachos estaban afuera del parque. Saludé, pregunté qué pasaba y comentaron que el guardia había dicho que a partir de ese día la Alameda no abriría en miércoles. Sin embargo, al ver que algunas personas estaban adentro, les preguntamos por dónde habían entrado, a lo que respondieron que saltando. Otro más nos dijo que por ahí, señalando con el dedo índice el hueco que entre el piso y el portón de hierro hacía la pendiente destinada a los minusválidos.  De inmediato cuatro compañeros, por supuesto los más jóvenes y delgados, entraron por el hueco. Les siguió Arturo, quien con un poco más de dificultad por ser tan fornido logró pasar arrastrándose como lagartija. Juan, un hombre joven, de piel clara y algo gordo, se negó de manera rotunda a brincar o a utilizar el hueco. Cristina y yo nos miramos, pero sin atrevernos a seguirlos. Ella, alta, vestida con un traje deportivo que combinaba con sus tenis y también con sus kilitos de más, decidió quedarse fuera. Pero algo me tentó. Crucé una mirada con Cristina,  asentí con la cabeza y luego comenzamos a reír.

        Pues allá voy ignorante o ciega de mis dimensiones. Me puse en cuatro patas con la cabeza apuntando hacia el hueco; metí primero el brazo derecho y al tratar de introducir el hombro y la cabeza, de plano tuve que echarme de bruces al piso; seguí con el hombro izquierdo y el brazo que salió raspado; me animó el notar que ya había librado una parte del cuerpo y, utilizando como apoyo las palmas de las manos me tiré con entusiasmo hacia adelante, para quedar perfectamente atorada de las caderas; miré hacia atrás e intenté moverme como en zigzag, pero nada, en vez de liberarme, me trancaba más. 

        No puede ser, me decía a mí misma en voz baja, al tiempo que cruzaba los brazos hacia arriba apoyando en ellos la frente para ocultar el rubor. Las sonoras carcajadas de Cristina y de Juan me hicieron reaccionar con enojo diciéndoles que ya los quería ver a ellos cuando intentaran cruzar, aunque de sobra sabía que eso no iba a suceder.  Las risas seguían a la par de mis forcejeos, sin embargo, el dolor que empecé a experimentar en la rabadilla me obligó a detenerme y pedirles ayuda; la humillación comenzó a invadirme, ya no le encontraba gusto a lo que pudo parecer un juego.  Cristina se hincó ante mi parte trasera esforzándose por no soltar más risas, y con sus grandes manos apretó de los lados mis nalgas; a la orden de jálale, yo intenté de nuevo avanzar, pero nada, su volumen no me permitía hacer movimiento alguno. A esas alturas pensé en unos instantes en lo ridículo de mi situación y me empecé a reír de mí misma, concluyendo con una extraña mezcla de humor y desesperación, que sólo a mí se me pudo haber ocurrido semejante hazaña. 

        El día comenzó a ganar claridad. Dos mujeres que por ahí pasaban, le preguntaron a Cristina que si estábamos en problemas y ella respondió tratando de explicar, entre risitas, cómo llegué a esa situación. Yo sólo sentía un calor intenso que me subía a la cara y ni voltear quise por la vergüenza a la que estaba sometida. Las dos mujeres, de las que sólo alcanzaba a escuchar sus voces, me indicaban arrebatándose la palabra que tratara de girar la cadera, aunque fuera un poquito y que entonces una de ellas empujaría de las piernas y la otra de las nalgas. Yo seguía asombrada y sin poder creer estar en ésas, pero con tal de zafarme hice el intento que por supuesto quedó en nada, excepto en un bochorno mayor. Juan decidió avisarle al instructor. A gritos el hombre lo fue poniendo al tanto, y yo venga a meter la cabeza entre los brazos diciéndome, no puede ser, no puede ser; hacía apenas una hora estaba feliz de la vida acurrucada en mi cama y en un rato más en una posición espantosamente ridícula. 

        Llegó entonces Arturo, se agachó y sus ojos pequeños, ligeramente rasgados aparecieron ante los míos. Todavía me preguntó qué me pasó. Yo por supuesto que ni le contesté, pues él aunque trataba de disimularlo se reía, y a esas alturas el resto de los compañeros me rodeaba, y yo tirada en el piso atorada de las nalgas, y ellos prodigaban ideas y más ideas, todas rayando en la burla obvia. Arturo con un tono serio mal disimulado, me avisó que iba por un guardia del parque para que abriera el portón; cada segundo que pasaba me parecía estar debajo del agua, y como avestruz metí la cabeza de nuevo entre mis brazos, para distanciarme inútilmente de la sorna que hacía el favor de regalar.  

        Escuché sobre el pavimento los pasos firmes de Arturo, quien se iba acercando junto con el vigilante del parque, pero me resultó imposible levantar la cara, por lo que me abstraje de la escena cumbre. Finalmente, después de abierto el candado pude sentir que el portón cedía. Recibí ayuda para incorporarme y, para evitar la sorna mayor, con la cabeza gacha dije un gracias, un adiós y me trepé rápido al auto.  

        Ahora sólo espero que pase un poco de tiempo, para pensar en volver a las clases. Quizá, si llego tarde y me voy antes de que termine...

 

 

 

 

 

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