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Caracoles.

 

 

Anoche soñé con caracoles.
Una superficie encefálica de cientos de caracoles
plásticos, sugerentes y comestibles,
preparándose para escapar de un bowl de cristal,
tomando rutas de tiza sobre paraísos asfálticos,
rugosos, que bien contrastaban con la suavidad de estos caracoles,
gráciles, viscosos, de movimientos tan sutiles como el moonwalking,
y hechos un caldo amorfo y, empero, hermoso,
propio de la carne, porque no eran más que eso:
carne; carne blandiéndose sobre más carne.
Tan húmedos. Tan semejantes a lenguas...
No...No eran caracoles. Eran más bien lenguas; sí...
eran lenguas los caracoles y eran lenguas nuestras.
Qué risa me daba eso: caracoles hechos lenguas;
caracoles como lenguas y como labios.
Y esos caracoles que eran tus labios, que eran tu lengua,
se arqueaban amenazantes, erizando
las antenas y la cabeza a la espera de los otros caracoles, los que eran
mis labios y mi lengua, y ambos iban encontrando sus bocas
diminutas como sus pies,
diminutos bulbos, húmedos,
humanos, muy humanos, y su piel
estaba crizpada como lo que todos los humanos llamamos a veces
"carne de gallina"
y se salían de la carrera para darse un beso,
para ser en sí mismos, por sí mismos...un beso;
para volverse lengua y para hacerse labios,
que al final son sólo una antesala, un simple pretexto,
para volverse también carne;
carne que con carne se encuentra.
Pero qué imaginación la mía...
Qué delicia...qué boicot...
¡Caracoles! ¿Qué es esto?
¡Caracoles! ¿Qué significa?
¿Son los caracoles, caracoles?
De seguro que lo son, ¿qué le hago al cuento?
No son los besos, ni la carne, ni la saliva, ni la lengua;
son eso otro. Lo que queda.
Y esos caracoles que eran tus labios, que eran tu lengua,





 

 

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