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Autoretrato a los 17.

 

 

Dedicado a todos aquellos que así me conocieron y recuerdan.
Para Julián Herbert, magnífico poeta y maestro.

 


Yo era un muchacho bastante haragán
cuando me asaltaron las circunstancias.
-Autorretrato a los 27, Julián Herbert.
 
Yo no era nadie.
A lo mejor un muchacho
con los ojos húmedos y claros
que caminaba y caminaba
(un ánima a la expectativa
de robarse un libro de Librería de Viejo,
camuflajeado entre la lluvia y los puentes peatonales, pensando
en que tocaría no comer esa tarde, o acaso
malcomer en el expendio un gourmet de microondas,
antes de quedarse dormido en algún parque).
 
Un aventurero, eso sí,
con el cabello muy largo,
manejando diestro la guitarra de aire
y el apetito de destrucción,
peleando eternamente con su padre y con la vida
(sobre todo con aquella absurda idea
de crecer,
en los tiempos en que crecer hubiera resultado un crimen).
 
Un adolescente con un reproductor de CDs maltrecho,
tal vez por las circunstancias o por la adicción,
de usarlo todo el tiempo, como usaba los Converse negros
que abrigaban las Cruzadas de asfalto:
leer a António Lobo Antunes camino a casa,
aprenderse los escasos poemas de Bolaño,
o abstenerse de pensar en el mañana.
 
Un chico que compraba un bouquet de rosas a la menor provocación,
o que pasaba sus tardes dando clases particulares,
con tal de invitar a su chica unas enchiladas,
porque sabía que ella lo valdría,
y que si ella no lo valía, de menos,
sí lo valdrían su cuerpo y labios,
enredados entre los dedos tras una barda,
esquivando policías, ventanales y despedidas.
 
Un muchacho enamorado de Rosa Luxemburgo
o del Ché Guevara o de Led Zeppelin,
o de todo lo que  fuese mejor opción que su mundo;
¡su pobre mundo!,
enfermo de incredulidad y poseído por el refrito.
 
Un hombrecillo anacrónico en la ciudad equivocada,
anhelante de las grandes ciudades en las plazas de provincia,
recordando tiempos y manifestaciones que jamás presenció,
enamorado de contemporáneas de su abuela
y de canciones de protesta que dejaron de venderse.
 
Un joven poeta muy malo
que con un blog amarillo, una fuente y un atardecer,
pecaba de pensarse genio,
susurrando al oído de las palomas,
canciones que no iban a ninguna parte,
porque no pretendían ir a ninguna parte,
sino convertirse en el goce más grande que ser espontáneo hubiera brindado.
 
Como he dicho:
no era nadie.
A lo mejor un muchacho
con los ojos húmedos y claros
que camina y camina
(un ánima silenciosa que ya no habita las calles,
pero que sí transita un sueño maravilloso,
fundido entre la lluvia y los puentes peatonales, pensando
que a los diecisiete,
nadie es nadie).

 


(Querétaro, Querétaro, 16 de diciembre de 2010).





 

 

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