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Atrás del escenario.

 

Percibo el olor oscuro y húmedo de la tierra. Un viento apenas ligero me toca en la cara. No se oye nada. Después de todo, el mundo se mira apaciguado, en una paz negra. Parpadeo tratando de abrir los ojos, pero la tierra me lo impide. Quiero llevar mi mano a la cara, y no puedo; pienso en el movimiento, lo visualizo para allanarle la orden al cerebro; nada. Las piernas tampoco me responden. El cuerpo, mi cuerpo —me doy cuenta—, yace inerte sobre esta tierra que ahora verá inútil su misión de hacer florecer y regresará sin miramientos ni consideraciones a la descomposición, a lo primigenio, a volver tierra todo lo que no se le aparte, a valerse de cuanto gusano, bacteria o bicho rastrero y carroñero brote, en una esclavitud entendida, una esclavitud que prescinde de voluntades y que, sin importarle la soberbia individual, nos alcanza en un rito interminable, ineludible, irremediable, de nacer y morir. No hay más. Eso es todo. Nacer y morir. Unos, pronto; otros, después. Para qué resistirse, para qué desgastarse. De todos modos así será.

 

Quería que se hiciera de noche otra vez, que no amaneciera, que todos los días fueran noches. No me quería levantar, ni esta mañana, ni la de mañana, ni la de ayer. Quizá, si no me hubiera levantado, ahora estaría en mi cama y no aquí. Pero eso no me aliviaría, ya lo sé. Igual amanece, entra la luz y con ella entran las imágenes, entran los recuerdos, el enojo, las culpas. Además, por la mañana, si me vuelvo a dormir sueño muchas cosas y siempre son pesadillas. Ellas me esperan, ahí están acechando el momento en que él se va a la oficina, y yo finjo que duermo, y cuando sale del cuarto pongo una almohada sobre la otra, y me vuelvo a quedar dormida en un artificio inútil para alcanzar de nuevo la noche con tan sólo cerrar los ojos y dormir. Entonces las pesadillas matinales atacan arteramente, me hacen despertar con brusquedad, con violencia, con el corazón deshidratado que retumba su sequía percutiendo en medio de una orquesta ridícula formada por una mesita, las cortinas, el colchón, las ropas sobre la silla, el vaso de agua, la foto de su mamá, la foto de una de sus hijitas, las chanclas, los humores encerrados, un cuadro, los cajones, el clóset y sus prendas; por un espejo que sólo sirve de remedo para fingir las ojeras, los hartazgos, los nudos en la cabeza. Todos, todos, mudos miembros de esa orquesta que siguen su percutir como si el corazón en vez de tan sólo latir rápidamente, intentara abrirse paso por entre el pecho rompiendo la caja torácica, desgarrando los músculos, reventando la piel, echando sangre, para lograr una suerte de liberación. Pero no, el dolor no termina ahí, sigue, sigue con esa luz anaranjada que me toma desde los pies y que va subiendo al tiempo que me quema por dentro desarmando mi sexo, provocando vuelcos pesados y lastimosos en el vientre; sigue su derrotero y la boca del estómago se queja ardiendo y a su paso los pulmones baten urgidos de oxígeno; atraviesa el pecho y quema más, y llega a la garganta donde aprieta, ahorca hasta derramar las lágrimas; luego emerge y se manifiesta en la cara y siento cómo su calor me quema las mejillas, los labios y hasta las orejas.

 

Esta mañana miré la bóveda de ladrillo rojo que hace de techo en el dormitorio. Miré su cúspide que parecía inalcanzable y en un instante todos esos ladrillos moldeados, cocidos y rojos, colocados magistralmente, hicieron de calabozo, señalaron la prisión de la libertad. Libertad, qué palabra tan extraña, tan ajena, tan extranjera, tan puta. Aventé las cobijas y salté de la cama huyendo del cuarto. Aparecí en la estancia en calzones y camiseta; descalza y despeinada. Irrumpí como una intrusa, pero ante nadie; soy una intrusa de mí misma, sola ante la mañana.

 

Me parece oír sus pasos y atiendo para escuchar. Parpadeo nuevamente con insistencia; poco a poco logro abrir los ojos. Miro hacia la puerta. Sólo se asoma la luz de la tarde que lentamente se extingue. Me alcanza de nuevo ese vientecillo casi imperceptible, pero que logra refregar el olor oscuro de la tierra mezclado con los perfumes ordinarios de la pastilla de jabón. Reconozco, también, un olor a sangre fresca y entiendo de sobra que esa sangre proviene de mí. Trato de girar la cabeza y solamente alcanzo un leve movimiento, pero que me permite ver una parte de lo que debe de ser un charco de sangre. Siento un golpe en el estómago al tomar conciencia de su significado. Otra vez los pasos, los siento más cercanos. Sé que es ella, que estará extrañada por mi ausencia. Su voz dulcemente torpe, sus pasos torpes, su andar torpe, sus palabras impedidas por una lengua excesiva que se mueve independientemente, como si tuviera vida propia, todo regido dentro de un corazón limpio de toda torpeza. Ella repite mi nombre y mi apellido, como si fuera recitación; una y otra vez, cada vez con más fuerza, sin asomo de aburrimiento, como lo ha hecho desde el momento en que se le reveló que mi nombre llevaba un apellido, y al recitarlo yo le contesto, y somos cómplices. Recuerdo cuando a escondidas ella se metió en mi cama acurrucándose a mi lado; atravesó su mano sobre mi vientre, y mi vientre ya no tuvo vuelcos; la abracé y fue cerrando sus ojos chinitos de pestañas lacias, chorreantes siempre de humedades y lagañas, y su mueca se suavizó, casi sonreía. Se quedó dormida sobre mi brazo que la contenía, que la protegía aunque fuera por un rato, ese mismo brazo que ahora está preso bajo el peso de mi propio cuerpo, un cuerpo que no se mueve, que no se queja, que apenas le da permiso a la piel para saber que es tocada por la tierra oscura y húmeda, como un lecho de madre natura, extendido a su antojo por sobre este rectángulo blanco de uno y medio por dos y medio, y cuya línea en un borde largo y angosto contenedor de aguas, me sirve en este momento de almohada, sin importar su dureza, porque su dureza de escasos diez posibles centímetros de anchura, ya hizo su trabajo, ya cumplió después de años y años de espera el momento cuando por fin sería protagonista en la escena cumbre, de la obra definitiva.

         Ella sigue llamándome y percibo en su voz titubeante el toque de la incertidumbre. Al instante en que accede a la puerta lanza un grito ronco al encontrarme tendida en medio de tierra y sangre. Trata de articular palabras, pero sólo pronuncia monosílabos sin sentido entreverados de saliva y horror. Quiero decirle que no sufra, porque yo ya no sufro, que es mejor así, pero no puedo hablar; apenas alcanzo a mover los labios y entonces me empeño en una absurda sonrisa que no sé si alcanzo, pero que me esfuerzo por construir como si ayudara a restarle espanto. Ella se acerca y mientras se sienta sobre el piso a mi lado pronuncia nerviosamente su díada impensada e inquebrantable, mi nombre y mi apellido. La veo, llora despacito; yo parpadeo y entorno los ojos, como un lenguaje. Por la cara me pasa cuidadosamente su mano, que siento temblorosa, tratando de borrar la tierra, como si así borrara la escena. Pero es inútil, porque ya ella entró también al reparto por su obstinación en buscar mi compañía, cuando yo sólo podía reservarle irremediablemente dolor. Porque mejor sería que estuviera seca, pero no, estoy inundada de culpas, de rabia y de dolor.

 

Caminaba yo esta mañana de domingo sin propósito consumiendo calles. Él se fue temprano a buscar a sus hijas para llevarlas a la matiné  y no volverían sino hasta después de haber comido; irían a uno de esos lugares donde él contaba más con la escenografía, haciendo como que las engañaba para engañarse, para hacer como si no tuviera memoria; necesitamos suprimir la memoria para poder sobrevivir.

En mi caminar pasé por un vivero y en su umbral concebí la idea, pero sólo alcancé a reconocer su superficie. Entré y escogí una planta verde y de hojas redondas, pequeñas y carnosas; escogí también la maceta colgante y pedí una bolsa de tierra. Sentí la urgencia, una urgencia desacostumbrada por ir a casa; en ese momento la maceta se convirtió en algo esencial, impostergable; un impulso que entonces sonaba exagerado, pero que se tocaba con la resolución y una estúpida alegría me invadió. Al llegar a casa vi con extrañeza que allí estaba él con las dos niñas y me detuve molesta. Vi que ella, la mayor, forcejaba con él lloriqueando, mientras la más pequeña rezongaba y regañaba con los modos de un adulto. La escena no me extrañó, era una costumbre; tampoco me extrañó que ella se me abrazara en cuanto estuve a su alcance y tampoco me extrañó que él decidiera dejarla conmigo e irse con la pequeña al parque. Sí me extrañó que yo no le peleara, que aceptara sin soltar reproches. Él no percibió nada y se marchó. Los tiempos de la sensibilidad entre nosotros habían terminado y ambos nos convertimos en nuestros propios monstruos acosadores. Yo seguía desacostumbradamente en paz, porque ya nada podía perturbar ese estado concebido de manera inquebrantable. Yo también entonces, como lo hace ella ahora conmigo, le limpié la cara, le borré los mocos y las lagañas. Luego le preparé sus adoradas palomitas de maíz espolvoreadas con la mezcla de chile, limón y sal, como le encantan –al fin que no estaba él para prohibir el chile que le hace escurrir los mocos, esos abundantes mocos verdes, brillantes, acusadores. Le puse el vídeo de La bella y la bestia, su historia preferida, y le expliqué que mientras tanto yo instalaría en el baño la maceta colgante. Me dio tres besos y entre tartamudeces me pidió que cuando terminara fuera a acompañarla. Asentí con la cabeza, entorné los ojos y le sonreí.

         Lo primero fue preparar la maceta y plantar la mata; ya lista la dejé sobre el piso del baño. Luego saqué el taladro de la caja de herramientas, el martillo, los taquetes, el desarmador y las armellas. Tomé el banco alto de la cocina, para alcanzar lo más posible; la bóveda del baño no llegaba por supuesto a la altura de las del resto de la casa, pero sí era considerable. Metí el banco al área de la regadera; como no tenía gomas en las patas protestaba con cada movimiento chillando contra el piso. En la mera orilla del asiento coloqué el martillo y el desarmador; los taquetes y las armellas las metí en el bolso delantero de mi pantalón. Le puse la broca adecuada al taladro y lo conecté; portado en la mano semejaba una pistola. Me acerqué a la regadera, pero me di cuenta de que no podía subirme al banco; dejé sobre el piso el taladro y fui por otro banco más pequeño para usarlo a modo de escalón. Regresé, lo coloqué cerca del otro, empuñé de nueva cuenta el taladro, lo acerqué a mi rostro y apreté el gatillo; funcionaba bien. Con todo listo, me descalcé, cargué con la mano izquierda la maceta colgante, subí al banco menor y me pasé al más alto. Ya ahí, y al dejar la maceta sobre el banco que me había servido de peldaño, trastabilleé un poco y rápidamente intenté agarrarme de la barra que sostiene la cortina de baño, la cual por supuesto se cayó. Con el corazón saltándome logré guardar el equilibrio al pescarme con la única mano libre de un mínimo borde que hace de frontera entre la pared de mosaico y el ladrillo de la bóveda. A pesar de ser una tarde tibia de otoño, yo sudaba abundantemente; con un cuidadoso movimiento del antebrazo, me sequé el sudor de la frente y del labio superior. Me quedé quieta por unos instantes —y ahora me doy cuenta—, fue en ese mismísimo momento en que podía haber dado marcha atrás. Tuve una advertencia que ignoré. No quería ver, no quería reflexionar hacia adónde me dirigía y seguí de manera ciega, sin cuestionamientos, hasta con entusiasmo. Lo esencial —justo también ahora lo sé— era acabar con el enojo, con el dolor y con las voces de mis culpas. Decidida, empuñé entonces el taladro, hice puntas de pie sobre el asiento del banco, coloqué sobre el ladrillo de la curva de la bóveda la punta de la broca y disparé el gatillo. El golpe del disparo desató la caída; un vuelco en el vientre me sacudió. Al ir perdiendo el equilibrio fui bajando los talones del pie hasta apoyarlos de nuevo sobre la superficie del asiento del banco; al mismo tiempo trataba de ir llevando hacia adelante el brazo derecho que aún cargaba el taladro. El brazo izquierdo, alargándolo hacia el frente, lo fui estirando más, un poco más y más, en dirección hacia el mínimo borde que anteriormente me había devuelto el equilibrio y con las uñas intentaba asirme infructuosamente; algunas piedrecillas sueltas de yeso comenzaron a rodar. Asustada, alcancé a murmurar un, “no puede ser”. Me fui dando cuenta de que el banco, milímetro a milímetro, iba resbalando del piso y se inclinaba hacia atrás; sentí cómo un látigo de calor azotó mi rostro. Fui abriendo la mano derecha, un dedo, otro, y otro, hasta soltar el taladro que inició su caída; igual camino fueron emprendiendo el martillo y el desarmador; el banco alto también. Yo los seguía de espaldas, y mientras iba yo cayendo, mi pie derecho golpeó la maceta; como todo lo demás, también inició la caída provocando en el camino la del banco chico. Al momento de que mi cuerpo llegaba al piso del baño fui sintiendo cómo golpeaba contra cada uno de los objetos que habían ido cayendo antes que yo, y al tocar de lleno el suelo, la cabeza golpeó contra el borde de la regadera. Pude escuchar el golpazo, pero no sentí dolor.

 

Ella está ahora en la puerta de entrada de la casa esperándolo a él; como un murmullo arrullador puedo oír su recitar interminable y aparentemente sin sentido. Ya no tengo fuerzas para mantener los ojos abiertos. Los voy cerrando lentamente; bajan los párpados como una cortina oscura, pesada, que anuncia ostensiblemente el fin. No importa. Pienso en mi padre y lo llamo, porque ahora lo alcanzaré y los reclamos por su ausencia terminarán. Me parece estar mirándolo en este instante, como en el tiempo en que estuvimos en la playa, yo niña. 

Recuerdo nítidamente cómo se fue dando todo. Un día salí de mi habitación y el dibujo cuadriculado del piso del patio de la casa me atrapó; desde hacía días me traía obsesionada. Caminé sobre él sin pisar las líneas, como si fuera una manda, recorriendo una y otra vez cada baldosa, mientras recitaba el-que-pisa-la-raya-pisa-la-medalla, el-que-pisa-la-raya-pisa-la-medalla... y no había fuerza humana que me obligara a caminar como todo el mundo lo hace. Al principio en casa se reían al observar la habilidad que había desarrollado para caminar aprisa sin pisar las rayas que las baldosas marcaban —chicas o grandes, no importaba el tamaño; al correr los meses la risa había dado paso a una mueca de preocupación y después vinieron los gritos, y los remedios desesperados. Inútiles de todos modos. Totalmente ajena a quienes me rodeaban, y volcada sordamente hacia mi interior, con la cabeza gacha yo seguía cuidando cada uno de mis pasos provocando en los demás una suerte de alucinación zigzagueante. Poco antes de que se cumpliera la amenaza de internarme al final del otoño, mi padre decidió llevarme con él unos días a la playa.

El piso de la cabañita era de cemento y estaba totalmente alisado; por más que yo repetía incesantemente el-que-pisa-la-raya-pisa-la-medalla, el-que-pisa-la-raya-pisa-la-medalla, al segundo día de nuestra llegada, mi caminar se estaba transformando y los ojos pequeños y almendrados de mi padre iban ganando alegría; su brillantez lo anunciaba. Ya casi para entrar el anochecer comencé a sentir una opresión en el pecho, como si cargara una lápida. Por más que mi padre me abrazaba meciéndome sobre sus piernas, yo no lograba respirar con normalidad; en mis ojos se marcaron unas hondas ojeras azuladas; cada tanto un suspiro profundo me hacía estremecer. Entre sus brazos debí haberme quedado dormida, porque antes de que clareara por completo, abrí los ojos y me encontré bien arropada en la cama aunque con la ropa del día anterior, y frente a mí estaba mi padre dormido apretadamente sobre un sillón viejo en el que dominaba el aspecto percudido más que el verde del tapizado. Un zarape tejido en lana cruda lo cobijaba descuidadamente; pude ver que aún llevaba puestos los zapatos y la chamarra de cuero, y que los brazos se mantenían entrelazados como para no dejar escapar el calor del cuerpo. Lo miré por un largo rato; unas cuantas canas comenzaban a aparecer entre su negro y rizado cabello, tan rizado, que se había ganado que le llamaran El Chino, y deseé que no apareciera ni una más de esas plateadas canas, porque eso me avisaba que un día lo perdería; yo no me podía ni siquiera imaginar lo que sería la vida sin él. Respiré profundamente y sólo hasta entonces noté que la dificultad había cedido. También noté que él me había liberado de las apretadas trenzas que sujetaban mi cabellera, las que a veces de tan tensas, hasta sentía que me achinaban los ojos. Sin embargo, y a pesar de la baja temperatura, yo tenía calor, un calor que me sofocaba y que se presentaba como una opresiva luz anaranjada. A pesar de que podía haber permanecido mucho tiempo mirándolo dormir, sentía un deseo irreprimible de salir a tomar aire fresco. Con gran sigilo me levanté, miré que mi abrigo descansaba a los pies de la cama, pero decidí no ponérmelo; creí que no soportaría su peso. Tampoco me calcé. Caminé atravesando silenciosamente la habitación; con tan sólo unos diez pasos había alcanzado la salida.

Al momento de abrir la puerta, el aire frío y húmedo de la mañana me dio de golpe en la cara, pero lejos de provocar desánimo, me empujó a salir gustosamente. Entorné la puerta cuidando de no hacer ruido, tomé como un trago una bocanada de aire para saborear su gusto salitroso y me dirigí hacia la orilla del mar hasta donde la espuma de las olas alcanzaba mis pies, y sin importarme la heladez del agua, comencé a caminar a lo largo con paso ligero; en un momento ya corría rápido, rápido, cada vez más rápido; extrañamente conforme corría, iba perdiendo el calor del cuerpo y mi pecho olvidaba por completo el peso que cargaba el día anterior. Quizá la temperatura me hubiera adormecido los pies, pero ciertamente ni los caracoles, ni las piedras alojadas en el camino, podían hacerme daño. Mis largas piernas, desmedidamente largas para mis doce años, lograban un desplazamiento que hasta entonces yo desconocía y mientras salpicaban agua, mi lacio cabello suelto se enredaba divertido con el aire. De pronto, como siguiendo un instinto, levanté entusiasmada los brazos y mis pies desnudos comenzaron a perder piso; tan sólo unos segundos después, habían despegado totalmente de la arena. Era tal la sensación de felicidad que me invadía, que unos cuantos lagrimones se desprendieron de mis ojos. Cuando gané dos o tres metros de altura, entendí que voluntariamente podía dirigir el vuelo y entonces reconocí la libertad. El éxtasis cedió el paso a una paz interior que fue recorriendo cada pedacito del alma. Luego comenzó el descenso, suave, tan suave que primero apenas con las puntas de los pies rozaba la arena; lentamente siguieron las plantas y en un instante mi peso comenzó a marcar la huella sobre la arena mojada.

Apenas el día alcanzó la claridad del amanecer tomé el camino de regreso; el estómago me daba dulces vuelcos y los pies, ahora sensibles, se tornaban lívidos. Conforme me acercaba a la cabaña, que se destacaba por el tejido de su techo de palma de guano, pude distinguir la figura de mi padre cerca de la entrada; luego vi que mi abrigo colgaba de su brazo. Apresuré el paso, pero su rostro serio y el puño de la mano sobre su cadera me hicieron detenerme a unos cuantos metros de distancia; él me miraba fijamente entornando los ojos.  Yo me pasé las manos por el cabello buscando las apretadas trenzas —como siempre que me ponía nerviosa—, pero al no encontrarlas, inevitablemente le eché a mi padre unos ojos de agradecimiento y una sonrisa tan amplia, que dejaba ver hasta las encías. Como él me la devolvió, yo me reí entonces contagiándolo y sin darnos cuenta ya los dos reíamos a carcajadas, al tiempo que nos acercábamos.  Me abrazó fuerte y después de besarme la mejilla, susurró, tienes fiebre, y de inmediato me cubrió con el abrigo; me cargó como a una novia y, mientras yo lo abrazaba reuniendo mis manos alrededor de su cuello, entramos a la cabaña; en un momento más ya estaba yo bien cobijada en la cama y él preparaba una tisana que desprendía vahos de azahares y miel.

         Cuando desperté miré hacia la ventana. Faltaba poco para que anocheciera, así lo anunciaban las nubes que en tonos rojizos y anaranjados corrían nerviosas echadas por el viento. Luego miré hacia la puerta, que permanecía abierta, y enmarcado en un tono claro de pino, lograba ver a mi padre, quien con sus manos curtidas tomaba un vaso de cerveza clara y llevaba a su boca algo que mordisqueaba, quizá fueran cacahuates. Sentado sobre un sillón de madera y bejuco, y cojines estampados en diversos tonos de verde, cerca de la ventana y con los pies descansando sobre un taburete pequeño, miraba hacia el mar. Su piel ligeramente morena se había ido oscureciendo por los largos meses que pasaba en los campos sembrando algodón. Ahora le había dado por llevar bigote, que aún le crecía bien negro como antes su cabello, y al mismo tiempo que acentuaba su nariz chata, le daba un gesto de seriedad a sus labios gruesos; no sé por qué razón ese bigote me hacía verle más alto. Todavía con un bostezo bajé perezosa de la cama; sentí tan débiles las piernas que sólo apoyando la palma de la mano sobre la pared pude caminar. Desde la puerta seguí mirando calladamente y noté que nuestras flacas valijas esperaban en la entrada; la cocineta perfectamente limpia y sobre la estufa una pequeña olla de barro despidiendo pausadamente aromas de caldo casero. La estrecha mesita cargaba discreta en pares los platos, los cubiertos, las servilletas y los vasos; una jarra de vidrio rojo, un salero pequeño y una bandeja con pan rociado de ajonjolí tostado, ocupaban el centro. Mis negros ojos flanqueados por dos cortinas oscuras de cabello despeinado, repasaban detenidamente cada centímetro de ese paisaje, adivinando la última vez.

 

A nadie se lo conté, no lo quise compartir, fue sólo mío, mi secreto. Como es también ahora mi secreto esta destrucción y puedo gozar con total cinismo nada más de imaginarlos cuando me encuentren y absurdamente digan con voz de dolor y excitando su morbo, qué accidente tan desgraciado, cómo es posible, pobrecita, no lo puedo creer, si tenía toda la vida por delante, y algunos, como él, hasta llorarán. Y nadie entenderá nada de nada, porque en realidad nadie quiere saber.

Sólo yo lo sé, porque finalmente me decidí por la liberación, y el secreto se va conmigo, porque ahora sí, volaré.

 

 

 

 

 

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