Aroma de orquídea
Mientras todo eso ocurría, un hombre de piernas largas caminaba sobre un puente, iba acompañado de un enano, también de ojos rasgados y con la cara deformada de cicatrices. El de piernas largas doblaba mucho las rodillas al dar cada paso, el otro, de piernas cortas, tenía que brincar para no quedarse atrás. La gente que por error estaba todavía fuera de su casa a esas horas, cuando los veía acercarse, salía corriendo para evitar toparse con ellos. Ni siquiera los animales se quedaban cerca de ahí. De cualquier forma ellos los asustaban con gritos y gestos que se amasaban entre las cicatrices. Y luego, con sus carcajadas los hacían huir, con una velocidad que las propias víctimas no se sentían capaces de alcanzar algún día. Eran unos demonios. Tengo que usar este pequeño regalo, tengo que estrenarla. Se la he ganado al chino tonto que maté por no servirme pronto la cena. Decía el de piernas largas al enano y él le contestaba entre risas de excitación: vamos a buscar a alguien. Vamos a hacer pedazos a un distraído. ¿A quién mataremos primero?, ¿a quién tasajearemos después? Y el otro le decía: ya llegará, ya se atravesará en nuestro camino el que debe morir con este tesoro, no se regará la sangre de cualquiera. Eso no.
Camila se estiraba de vez en cuando a sus anchas entre los almohadones. Él la amaba así, acostada en su cama. La veía desde la estufa en donde le preparaba los platillos tailandeses más exquisitos. Camila jugaba con su pelo medio rizado, medio enredado, mientras hablaba de sus flores favoritas, en orden de colores y procedencia. También hablaba de todas las fantasías que pensaba comprar cuando ganara la lotería. Él la escuchaba, con mucha atención, sin interrumpirla y sin desatender sus labores. Y luego rompía una carcajada diciendo que para eso tenía que empezar por comprar el billete. Camila se levantaba y llegaba hasta la mesa con pasos de bailarina, apuntando sus pequeños pies desnudos; le daba un beso suave en la mejilla y le decía, es mejor no comprarlo, así siempre pienso en que tal vez hubiera ganado. Y volvía a caer a la cama en un split alargado, el cual miraba Wong como si fuera un niño bobo.
Él le preparaba la mesa, le prendía velas, depositaba los platillos más increíbles sobre camas de lechuga, kiwis y otras frutas que Camila nunca había visto en su vida. Ella iba a la mesa y comía con las manos, pero no parecía un animal, sino una mujer de harén de algún gran sultán. Después de comer un jugoso bocado, a veces se daba el lujo de chuparse uno o dos de sus pequeños dedos blancos. Aún así, podía escurrirse un poco de salsa agridulce entre sus labios, lo cual enloquecía a Wong, quien de inmediato, se apresuraba a limpiarle con un beso.
A Camila le gustaba salir a la terraza después de cenar, o quedarse simplemente, sentada junto a la ventana abierta. A Wong eso lo ponía de nervios, la dejaba un rato porque nunca le podía decir que no y ver cómo el brillo de sus ojos se apagaba ante la desilusión. Pero no dejaba de pensar en el peligro: en esa ciudad habitaban demonios traicioneros y mal vivientes. En el rostro de Wong se deformaba el pánico cuando un relámpago de pensamiento le sugería que la podía perder. Entonces le cerraba la ventana y luego, la besaba toda la noche para que se olvidara del atrevimiento.
Una noche mientras todo lo anterior ocurría. Camila se estiraba entre almohadones y Wong la observaba en lo que hacía brincar las verduras en el sartén hirviendo. Mientras ella hablaba de las flores y hacía una lista, que después cambiaba de orden, sobre cuáles eran sus favoritas. Su pelo medio enredado y medio rizado se deslizaba entre sus dedos, hablaba del día en que ganara la lotería, se paraba a darle un beso y volvía a caer en la cama en un split y Wong la miraba como niño bobo. También mientras cenaban y ella se chupaba uno o dos dedos, se le escurría salsa agridulce y él la limpiaba con un beso.
Mientras tanto, ya venía el Piernas Largas y el enano deforme a unas cuantas calles de la ventana de Wong. Caminaban muy de prisa, echaban sus cabezas hacia adelante buscando a algún despistado. Nadie. Ya venían cada vez más cerca. Camila deslizaba el cabello entre sus dedos, se dejaba sorprender con alguna caricia en el cuello por parte de Wong. Ella suspiraba, imaginando el aroma del jazmín. Entonces los dos hombres se acercaron, vieron una luz en esa casa. Y Camila, con sus pies de bailarina llegó de puntas hasta la ventana. Al abrirla entró el frío y enseguida el metal de aquella espada silbó en el aire antes de enterrársele en el cuello. El único que sintió cómo se le iba la vida fue Wong, quien aún sostenía los platos sucios de la cena y sus manos se abrieron como dos magnolias muertas provocando un estruendo. Luego su boca se quedó abierta dibujando un grito ahogado y corrió hacia Camila quién alcanzó a soltar su último aroma de orquídea antes de que se le apagaran las pupilas. Entonces el piernas largas dijo: A ti no te mato, porque si no qué caso tendría, no abría más dolor para ti. Ve ahora correr la sangre de su cuello en un chorro delgado como el hilo de plata que le acabo de cortar. Y llora por el resto de tu vida.
Wong quedó tantas horas abrazado a Camila hasta que su aroma a orquídea desapareció y tuvo que soltarla para llorar con tanta fuerza que nadie se atrevió a salir de su casa durante los tres días que siguieron. Esa noche hizo orquídea en salsa agridulce, con lechuga, kiwi y otras frutas que Camila nunca conoció. El platillo quedó tanto bueno que se acabó los cuarenta y nueve kilos que salieron. En la madrugada tuvo una indigestión y tuvo que salir al jardín a vomitar aroma de orquídea. Al día siguiente, el aroma se mezcló con el rocío, pero Wong ya no alcanzó a ver tal maravilla, se quedó tirado muerto entre el aroma y las flores del jardín.