Arena.
II
La sinceridad fue una de las cosas que menos tomó en cuenta antes de decidirse a confesar. Habló, y habló durante mucho tiempo, sin detenerse a pensar siquiera si lo que decía era verdad o no. Varias horas después cuando los guardas lo sacaron de ahí, hartos de su palabrería vana, insistía en que le volvieran a la celda obscura, que le torturaran otra vez, gritaba que estaba dispuesto a decirlo todo, absolutamente todo. Alguien se apiadó de su condición y le recibió de nuevo. Nuestro hombre no pudo hacer más que llorar de felicidad cuando entró en la mazmorra. Al menos ahí había quién le escuchara, aunque sea para intentar descubrir la verdad agazapada entre sus mentiras.
VII
Por siglos he estado varado aquí, sin otra cosa que hacer más que ver el paisaje, del cuál soy parte imprescindible, y resignándome a dejar que los nativos canten, bailen, y de cuando en cuando, decapiten una que otra doncella a mis pies. ¿Qué les ha hecho pensar que soy una especie de dios para ellos? ¿Qué hice yo para hacerles creer tal cosa? No lo sé. Y si lo sabía, hace mucho lo olvidé, tal vez para, en mi aburrimiento, divertirme un poco conmigo mismo y dejarme corroer por la duda durante algún tiempo.
X
Tras las rejas, no hay mucho que hacer más que despertarse, probar la grasosa comida de una bandeja mugrienta, y tirarse el resto del día a rumiar los propios pensamientos, acompañado de los rumores que salen de las celdas vecinas. Algunas veces, al atardecer, se escuchan gritos dolientes que desbordan de los sótanos, gritos que ya no quitan el sueño como en los primeros días. El paladar se le había acostumbrado al mal sabor de la comida, a los cigarrillos baratos y al aguardiente de contrabando. Condenado a treinta y cinco años en prisión, había purgado más de la mitad aunque en realidad después del cuarto mes había dejado de contar los días. A veces recordaba la escena en que dejó caer el pesado puñal sobre el pecho de aquél desdichado, y no dejaba de sentirse orgulloso de no hallar remordimiento alguno rasgándole el alma. Esas ocasiones, omitía o añadía detalles, de manera que al pasar el tiempo unas veces era el asesino de su hermano, otras el que mató al marido de su hermana. Otras, y las más de las veces; el puñal caía sin piedad sobre su propio corazón en una certera y profunda herida. Ahí se encontraba no en un encierro de paredes cubiertas de mensajes obscenos y barrotes inmundos, sino en su propio infierno, repitiendo incansablemente el pecado dentro de su cabeza, y en esa repetición sin arrepentimiento se encontraba irremediablemente cada madrugada al inicio de su condena.
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