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Aquella tarde en Tlatelolco.

 

 

Para Azucena González, la mejor de las alumnas.

 

Hay calzadas que, cuando se vuelven cíclicas, se rompen

en un estruendo de llanto que nos descubre insumisos.

Al fondo, la ruina es gritería,

y al otro fondo -el fondo más fondo- hay una niña.

Paso desnivel: el edificio blanco se cubre de gases;

el corredor es la única ventana para entender lo que está pasando.

 

Opacado está todo.

Opacados estamos, pequeña, pero seguimos,

al fulgor grisáceo de los disparos y los estudiantes,

y yo, contándote, hecho guiñapo de recuerdos.

 

Somos títeres de los más viejos pensamientos

y figurines relucientes de tus últimos pensares.

Hoy, no somos más que afiches de una historiografía que se deslava,

cubiertos de canciones de protesta que huelen a viejo,

cubiertos de esmog, de rosa y negro, de amarillo:

un ciclo antiguo que se destiñe con el paso de las marchas.

 

Nos limitamos a mirar el cielo y platicamos

del automóvil modificado y del elotero,

de la secundaria y de las marchas del silencio:

los torrentes de la vida y adónde va el sol, a las seis de la tarde.

 

En otra tarde, como éstas

hecha polvo de tanto recordar,

de no alcanzar el paso del sesenta ocho a las espaldas,

y hastiado de la vida por delante,

del sueño a cuestas y del ensueño a un lado,

buscaré ese otro perfil que nos adornaba:

la encantadora silueta que a veces miro,

tan pequeña, como eras, esa tarde

que veía pasar éstas, mis tardes de ahora,

obsesionado con volver a encontrarte

a través de aquella tarde en Tlatelolco.

 

Ciudad de México, octubre de 2008.







 

 

 

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